miércoles, 31 de diciembre de 2008

Teatro de fin de año para comenzar otro nuevo

Da igual que el año haya sido verde o amarillo; al final, los discursos de la carísima oficialidad dicen siempre lo mismo, aunque no lo parezca porque utilicen palabras clave para un servicio de documentación sentimental que sirva de engarce entre el sufrimiento real de la calle y las caras de circunstancias de los mandamases. En rigor, se trata de afianzar una situación por la que las élites dispongan de un sillón aterciopelado y una cámara fija con la que comunicarse con las masas deseosas de soluciones. Groucho Marx dijo que la política es “el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Otras definiciones de la misma disciplina han apuntado, sin embargo, que es “el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros”. En cualquier caso, la oficialidad que va más allá de la política al uso para englobar a los privilegiados de siempre rezuma un odioso conservadurismo cuya prueba más descarada es la coincidencia formal y semántica de estos sermones televisados e inoportunos que nos dan la lata para nada en los instantes cruciales del festín. Ningún responsable público de probada demagogia es capaz de sustraerse al encanto de sus quince minutos de gloria plúmbea en estos días de ternura entre las audiencias.

Y así, desde el Rey de España hasta el último de los alcaldes, muchos han sido los que en estos días han pronunciado para la caja lista el rosario de palabras mágicas que mantenga cerrado el sésamo de sus distancias insalvables con el pueblo remendón: responsabilidad, esfuerzo, democracia y confianza son de los mejores vocablos. Palabras gastadas de tanto usarlas pero eficacísimas en los días señalaítos. La bicha de entre el vocabulario sociopolítico actual, la palabra “crisis”, ha sido la estrella de estos pregones del nuevo tiempo, aunque una vez pasada la catarsis de su autenticidad por todo el vecindario puede ser pronunciada hasta por Su Majestad, y ese trabajo fonético será evaluado con sobresaliente allende la Casa Real, máxime ahora que sus reales miembros comparten también las cuitas de la misma bicha aunque no sea en el sentido financiero.

Como este gran teatro del mundo no sólo interesa a Calderón, sino a toda la corte que vive de las instituciones, los partidos con aspiraciones reales de gobernar han aplaudido sin debatir una coma el discurso del Rey y, más papistas que el Papa, incluso se han atrevido a calificarlo de “concreto” y de aplaudir sus medidas “específicas” y hasta su espíritu “comprometido”. ¡Pardiez que no se haya visto un discurso más atinado en román paladino! De los tres puntos que abordó Don Juan Carlos, el último estuvo dedicado por entero a “la crisis financiera y económica generalizada”. Así tocaba la bicha pero no apuntaba a nadie. Sí, en cambio, mostraba su vena más humana al acordarse de los parados, e incluso aportaba concretísimas soluciones: “Me preocupan muy especialmente las numerosas personas que en nuestro país han perdido su empleo”, dijo y añadió como tres varitas mágicas: “Recuperar la confianza”, “respaldar la actividad diaria de nuestro tejido productivo” y “llegar a las familias y ciudadanos”. A ver quién da más. Lo mejor vino al final, cuando enarboló frases del pueblo que al pueblo mismo jamás se le habrían ocurrido para arreglar la situación: “Juntos podremos vencer problemas (…) anteponiendo el interés general sobre el particular” (con ello daba en la llaga), “tirando del carro en la misma dirección” (aplaudida frase que metía el dedo y que ni Manolo Escobar habría cantado mejor) y “aportando cada uno su granito de arena” (con lo que terminaba de sacar la pus infecciosa). Y todo arreglado, ¿no? No, hombre, el Rey es persona realista y conocedor de que la crisis no se arregla con ningún mester de juglaría. Por eso habló más concretamente aún del futuro al animarnos a “volver a la senda del crecimiento” y, más aún, a “abrir una perspectiva de pronta recuperación y un horizonte de adecuada seguridad”. E incluso tuvo arrestos para terminar con un eslogan inolvidable: “No es tiempo para el desánimo”. Un servidor, convencidísimo con la real fórmula, lo vio todo claro. Y ganas me dieron de aplaudir el gran entremés 2008-2009. No lo hice al advertir que venían muchos más y no quise interrumpir. Todavía no han terminado.
  • Este artículo lo publico también en el número 1.937 del semanario Cambio16.

Augusta Emérita y nuestra tourné extremeña


Debo de pecar cada día más de glotón, porque al repasar nuestro viaje navideño por la Vía de la Plata extremeña, con cuartel general en Mérida, me acuerdo antes que nada de las delicias gastronómicas del lugar; de su inigualable jamón de bellota, sus buenos salchichones y chorizos y hasta del melancólico tinto de la tierra. Si me pongo serio, ya me vienen imágenes del larguísimo puente romano de 792 m. de longitud, construido antes que la propia ciudad, en el 25 a. C.; del templo de Diana, dedicado en pleno centro urbano al culto imperial; del teatro romano, en el que se representaban clásicos que en la época de Cristo no lo eran todavía; del anfiteatro, donde aquellos primeros cristianos tomados por locos esquivaban zarpazos de las fieras venidas del África profunda hasta la dentellada final; de casas de envidiables patios y peristilos con columnas y mosaicos enormes y elegantes y pinturas indelebles en los salones... El Museo Nacional de Arte Romano nos sorprendió tanto por su contenido (de innumerables piezas de los siglos I al IV) como por su continente (un elegante y eficiente edificio de ladrillo visto obra de Rafael Moneo). Hemos paseado durante tres días por la Augusta Emérita que capitalizaba la Lusitania del Occidente romano y hemos conseguido recrearnos en aquella vida de calzadas piedra a piedra, de sarcófagos (columbarios) por los caminos y de gentíos tronadores que animaban a sus aurigas preferidos en las carreras de cuádrigas del circo romano. También hemos avanzado históricamente por indicios visigodos y por la Alcazaba que los árabes construyeron a la orilla del Guadiana.

De todo ello no quedan sino vestigios pétreos que los turistas pisan ahora, pero son más que suficientes para evocar un mundo imperial que campaba a sus anchas por los mismos suelos que dos milenios más tarde había de filmar Buñuel como ejemplo de la miseria harapienta en una España del supuesto siglo XX. No llegamos a Las Hurdes, aunque vimos retratos y videos de aquella tierra transformada (para bien) en Cáceres, la ciudad más grande de la comunidad extremeña que conserva un corazón urbano cosido con sillares verdes de la Baja Edad Media. Por un recoveco solitario de aquellos se nos apareció un señor con corbata y uñas demasiado largas. Llevaba chaqueta y pelo ensalivado, y manejaba una elocuencia tal que enseguida nos contó varias leyendas lugareñas para pedirme dinero a continuación. Cuando le fui a dar un euro, me lo rechazó enseñando sutil un amasijo de billetes aceitosos, como para echarme en cara que yo le diera una moneda cuando los otros turistas no bajaban de cierta tarifa mínima. Al hacer el amago de continuar nuestro paseo, me pidió el euro para no hacerme un feo, dijo, para no ser descortés, y mostró una sonrisa pícara que me abrió una puerta definitiva al Lazarillo de Tormes, cuyo río natal no andaba muy lejos de allí. Entonces pensé que la novela picaresca no ha cambiado de personajes, sino de indumentarias.



Desde el campanario de la concatedral de Santa María oteamos un mundo como conservado en formol de clorofila, con nieblas antiguas por los horizontes, lomas húmedas en las que se alimentaban milenarios cerdos y carreteras modernas que llegaban hasta él como superpuestas a los adoquines de César Augusto. Nos despertaron del ensimismamiento las campanadas del mediodía.

Por Villafranca de los Barros, que visitamos a la ida pero no a la vuelta, se ven pintadas de "No a la refinería" por todas partes, como una consigna juramentada por todo el pueblo. Tal vez no sea una protesta ecologista, sino un grito de la tierra.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El zapatazo 'surréaliste'


Ya hay quien pide un premio Pulitzer para el periodista iraquí Muntazer al Zaidi por haber representado la performance más revolucionaria de esta desgastada postmodernidad; incluso quien está dispuesto a pagar millones de dólares por el par de zapatos que tiró al casi extinto presidente de EEUU, George W. Bush, en su surrealista aparición en el Irak de sus últimas bombas. No son exagerados tales deseos si se considera que la hazaña del reportero no sólo ha sido el gesto más aglutinador del sentir de su país (y de muchos otros), sino la forma más pura de resucitar el atrofiado surrealismo de los años de André Breton. El happening que no se practicaba con tan verdadera honradez desde la época de Tristan Tzara ha encontrado digna continuación con manifestaciones en Bagdad en las que han participado miles de personas con zapatos en la mano. Las concentraciones zapateras se han multiplicado por otros muchos puntos de la geografía árabe. Y con ello se ha cerrado el círculo de una era en la que la debida respuesta a las locuras del nuevo imperator no han surgido del organismo competente (véase ONU), sino de la viva metáfora que supone un par de zapatazos a los hocicos del infractor.

No podía terminar de otra forma este episodio yanqui (ahora que se hunden Wall Street y Guantánamo) que arrancó del soberbio surréalisme de un presidente que se atragantaba con galletitas y que nos arrastró a todos a la etimología del término: sobre-realismo, es decir, por encima de la realidad, si bien el uso del fenómeno artístico nos ha llevado también a entenderlo como el pasaporte a territorios por debajo de la realidad consciente, al automatismo del loco pensamiento sin la intervención de la razón. En rigor, se trata del mismo surrealismo que ha empujado a Bush a intentar solucionar la crisis del libre mercado traicionando sus principios.

El célebre zapatazo, cual bofetada última, le ha supuesto al mandatario que ya se va un baño de algo más que realismo, a saber, surrealismo, el fenómeno que busca imágenes para expresar emociones sin corrección racional. Está claro que hemos encontrado una estampa perfecta que ahora internacionaliza el youtube.

Ya en 1925 apareció un periódico bajo la cabecera “El Surrealismo al servicio de la Revolución”; o sea, que el matrimonio entre ambos términos viene de antiguo. En 1938, ya internacionalizado el movimiento, Breton firmaría en México, junto a León Trotski y Diego Rivera, un “Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente”. Y una década después se aprobarían los Derechos Humanos que ahora cumplen 60 años y que, tras haber sido atropellados surrealistamente, se reinvindican tirando zapatos.

Al periodista iraquí que los lanzó, en un arrebato de coraje que no sólo lo representaba a él, le han dado una paliza. Dicen que pueden caerle dos años de ćarcel. No sería surrealista, sino justamente revolucionario, que el pregonado cambio de Obama comenzara por salvarlo.

  • Este artículo aparece también el nº 1.934 del semanario Cambio16.

sábado, 6 de diciembre de 2008

'La Pepa', la mamá grande de todas las constituciones


En 2012 se cumplirán dos siglos de la aprobación en Cádiz del primer texto constitucional, erigido en símbolo liberal por antonomasia. Aunque aquella Constitución nació en una España insular (la Isla de León), la ciudadanía no llegó a saborearla hasta 1820, cuando un teniente coronel se plantó frente al absolutismo monárquico desde Las Cabezas de San Juan. Desde este pueblo sevillano, cambió la Historia de España, ahora amparada en una nueva Constitución, ya treintañera.

La primera Constitución española, conocida como “La Pepa” por aprobarse en Cádiz el 19 de marzo de 1812 –festividad de San José-, no pudo aplicarse más allá de la Bahía porque en el resto del país mandaban los franceses de Napoleón y porque, una vez expulsados, el monarca Fernando VII restableció su régimen absolutista y declaró nulo aquel texto liberal. De modo que las esperanzas constitucionales se apagaron en poco más de un año. Será seis años después, el 1 de enero de 1820, cuando un teniente coronel rebelde contra la Corona rescate “la Pepa” para cambiar el curso del país. El teniente coronel era asturiano, se llamaba Rafael del Riego Núñez y debía embarcar hacia el Nuevo Mundo, que ya no era tan nuevo, para sofocar la sublevación de las colonias americanas. Riego se negó y arengó a su batallón reivindicando la Constitución de 1812. «Es de precisión para que España se salve que el rey Nuestro Señor jure la Ley constitucional de 1812”, dijo, y añadió: “¡Viva la Constitución!”. El grito retumbó en toda la marisma del Guadalquivir. El militar, que había hilvanado su discurso en Las Cabezas de San Juan, en el balcón de enfrente de su Consistorio, sembró la primera semilla de la democracia española y convirtió, sin percatarse apenas, a aquel pueblo sevillano en la plataforma “donde se amasó el triunfo definitivo de la primera Constitución Liberal española”, como reconoce ahora el equipo de gobierno del socialista Francisco José Toajas, el actual alcalde de Las Cabezas de San Juan.

El Ayuntamiento cabecense y otros muchos de la provincia de Cádiz, del entorno de La Isla, forman ahora parte del comité de honor de la comisión para la conmemoración del II Centenario de la Constitución de 1812, aprobada por Real Decreto el pasado 3 de febrero de 2006. Entre su veintena de miembros, se encuentran también Sus Majestades los Reyes de España, varios ministros, consejeros y presidentes de tribunales como el Constitucional. La comisión prepara un programa de actos que se ejecutarán hasta 2012.

Aquella Constitución establecía por vez primera en España el sufragio y la libertad de imprenta; abolía la inquisición, acordaba el reparto de tierras y la libertad de industria, entre otras medidas que por entonces sonaban más a milagros o fantasías que a derechos constitucionales propiamente dichos. Las demás constituciones que habrían de venir luego, herederas de la liberalidad de La Pepa, fueron matizando -a veces agrandando y otras veces recortando- el régimen de libertades que terminaría por consolidar la que ahora nos ampara, desde el 6 de diciembre de 1978, hace justo 30 años.

Para ello fue necesario el sacrificio de aquel teniente coronel liberal del que no hace tanto sonó su himno por error –o no-. Riego partió de Las Cabezas hacia Arcos de la Frontera, donde se le unió el batallón de Sevilla, y continuó en un itinerario andaluz por ciudades como Algeciras, Málaga, Córdoba o Antequera, en las que era aclamado al tiempo que cosechaba apoyos. Como claro signo de reconciliación, dejó en libertad a todos los realistas que encontró en su camino. Los frutos de su hazaña tuvieron una duración cortísima en primera instancia: apenas tres años, pues Fernando VII se encargó muy pronto de reclamar ayuda extranjera. La Santa Alianza pensó que una España liberal era un peligro para el equilibrio europeo de entonces, así que envió a los Cien Mil Hijos de San Luis, que terminaron con aquel sueño de libertades con un par de cañonazos. El 7 de noviembre de 1823, Rafael del Riego Núñez era ejecutado por alta traición en la plaza de la Cebada de Madrid. Los mismos madrileños que lo habían aclamado con tanto entusiasmo lo insultaban entonces. La historia triste y repetida de otros grandes de la Historia como el propio Jesús de Nazaret desde el ínterin de su llegada triunfal a Jerusalén y su soledad en la Cruz una semana más tarde; o la Mariana Pineda víctima también de la soberbia de nuestro peor monarca, abandonada al garrote vil de la Granada que la vio nacer y morir. Dicen que tras conocer la sentencia de muerte establecida por Fernando VII, en 1831, Mariana sentenció: “El recuerdo de mi suplicio hará más por nuestra causa que todas las banderas del mundo”. De Riego no se recuerda que dijera nada, pero su silencio fue igual de elocuente.


  • Este reportaje histórico aparece también en el número de diciembre de 2008 de la revista Cuadernos para el diálogo.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Crucifijos y educación


Los crucifijos revolucionan las aulas de vez en cuando, ahora mucho más que lo hacían los preservativos el día del sida o los caramelos el día del cumple de Manolito. Como ya los niños tienen todas esas golosinas al alcance de la mano, lo más revolucionario y polémico, entre algunos papás, es el crucifijo con Jesucristo clavado en él. Unos batallan por que se retire de las aulas mientras otros se empecinan en mantenerlos, como si la cruzada educativa dependiera aún de Santiago Matamoros o de algún otro héroe tan anacrónico como insustancial. Para la inmensa mayoría de los niños y los papás, el crucifijo o la ausencia del mismo en las aulas pasan desapercibidos, pues los unos atienden más al del rosario que llevan como collar por puro borreguismo kitsch y los otros soportan ya su cruz de cada día y no quieren ocuparse de otras que no sean las de la quiniela.


El caso es que Fernando Pastor, portavoz de la Asociación Escuela Laica, ha iniciado un rifirrafe judicial con el colegio público vallisoletano en el que estudia su hija porque las clases del centro están presididas por un crucifijo cristiano y ahora le están llegando todos los palos de la intolerancia cerril. Tras haber ganado el primer partido con una sentencia que le da la razón, los otros padres, el propio colegio y hasta el Gobierno de Castilla y León le han declarado una guerra total que ha empezado por insultarlo a él y a su niña y por barruntar un recurso. Ahora él se ha erigido en David asombrado frente a un Goliat colectivo, conservador y con más ganas de gresca, con lo que Pastor está pagando ya la sanción por el mayor atropello que puede cometerse en este país: levantar la mano para opinar libremente. Es cierto que nuestra Constitución, que ahora cumple 30 años, nos garantiza vivir en una España aconfesional y también es cierto que la presencia de símbolos religiosos ha originado más de una bronca socioeducativa en los últimos años, no sólo en nuestro país sino en algunos otros, vecinos y democráticos. Pero lo más cierto de todo es que una cosa es la teoría y otra la práctica y que, en este país, topar con la Iglesia Católica sigue siendo pecado capital. Aunque la Iglesia como institución es la primera que cacarea contra la ostentación de otros signos culturales y religiosos, habida cuenta de los nuevos colores y formas que trae consigo la inmigración, no soporta que se le prive de los antiguos privilegios que el Antiguo Régimen del Nacionalcatolicismo le dispensaba gustosamente. Uno de ellos es el omnipresente crucifijo, por encima del encerado y del profesor, y otro es la clase de religión católica, impartida no como una cosmovisión histórica, cultural y enriquecedora en un panorama globalizado y diversificado, nutrido por otras miradas, sino como pura catequesis con ínfulas de generalización, de modo que muchos obreros de la causa miran mal a quien no comulga con su credo, como si de un ser malévolo se tratara. Si surge de entre la masa alguien dispuesto a recordarle que la religión católica es mayoritaria en España pero ni exclusiva ni obligatoria ni mucho menos privilegiada, los adalides del conservadurismo enseñan raudos sus uñas más feroces contra el sentido crítico. De ahí su aversión a la inocua asignatura de Educación para la Ciudadanía, por ejemplo, pues se trata de una materia integradora y de un relativismo tal que enseguida es interpretado como laxo y peligroso.


El problema de la educación en España empieza por la letra misma, que falla en forma y en fondo, continúa por la palabra, desajustada entre los lenguajes y el pensamiento; por los números, abandonados a la vil dictadura de las tecnologías que favorecen alumnos sin capacidad de cálculo; y finaliza por la falta de sentido crítico en una juventud acomodada que hace manifestación como también hace botellón y picnic. Pero muy pocos, ni siquiera la Administración, se quieren dar cuenta de este verdadero cáncer que adopta careta en forma de cruzada antigua. El ser humano es un ser simbólico, pero demasiadas veces los símbolos sirven para hacer ruido y no para simbolizar el progreso humano.

lunes, 1 de diciembre de 2008

El último viaje de Carmen de Santacruz

Mucho antes de adoptar la rimbombante etiqueta de Carmen de Santacruz, esta anciana de 83 años llegó al mundo con el nombre sonoro y perfumado de Carmen Rosa Murube. Nació en Los Palacios y Villafranca (Sevilla), en el seno de la familia de los Murube, que por entonces quemaba los últimos cartuchos de su celebridad cortijera con el aroma solo de su apellido. En 1926, ser hija natural de una viuda se pagaba caro. Pero Carmen Rosa emprendió rápidamente el vuelo para viajar por los escenarios de todo el mundo. Ahora quiere volver para morir.

La próxima edición del festival flamenco de La Mistela que se celebra en su pueblo natal planea rendirle homenaje. El Ayuntamiento intenta traer a la anciana Carmen Rosa, que vive desde hace años en Madrid, para que protagonice una de las veladas flamencas, tal vez la primera, en la que se proyectará el documental sobre su vida elaborado por su propio hijo, de nombre griego y apellido palaciego: Dimitri Murube. El documental narra la vida y hazañas de una mujer que empezó siendo hija natural de una viuda en un pueblecito que orillaba las marismas del Guadalquivir, que partió hacia Sevilla con su madre clandestina, que aprendió el baile clásico en tres meses y que con 14 años debutó como bailarina solista en el Alcázar sevillano en el marco de un homenaje realizado al yerno de Mussolini. A partir de entonces, la niña se convertiría en Carmen de Santa Cruz. “Mi familia no permitió que yo me pusiese mi auténtico apellido, porque entonces tener una artista en la familia era un deshonor”, recuerda ahora esta reina de la danza española que fue embajadora nacional durante la época franquista por más de media Europa, América y hasta Oriente Medio, y cuyo nombre ahora no dice nada en España. “Después de 40 años, he vuelto a abrir mis baúles”, dice, y añade: “Yo había enterrado el baile como si fuera un muerto muy querido, pero muerto”.

La apertura del baúl de los recuerdos ha sido filmada por su hijo y en el documental resultante, de título Azuquíbiri. Las castañuelas de la libertad, puede contemplarse a una lozana bailarina que comparte cartel y escenario con una desconocida Lola Flores, que protagoniza el ballet de películas con Imperio Argentina, como en Goyescas (de Benito Perojo en 1942), con Estrellita Castro, como en La Patria Chica (de Fernando Delgado en 1943), o con otras muchas estrellas del panorama cinematográfico italiano, como ocurre en Balocchi e Profumi, de Natale Montillo en 1953, y que a la vuelta de muy pocos años se convierte no sólo en compañera de artistas como Vicente Escudero o Gila, sino en una figura imprescindible del music hall europeo, presentándose en locales míticos como el Open Gate romano, el Moulin Rouge parisino o el teatro Chatelet.
En el otoño de la década de los sesenta, Carmen de Santacruz, cada vez más Carmen Rosa de nuevo, llega a Estados Unidos para, retirada del espectáculo, dedicarle más tiempo a su hijo. Ahora recuerda aquel prodigio que la había marcado desde el embarazo de su propia madre, viuda, que para la época era igual de grave que ser soltera y con barriga: “El médico me dijo que estaba embarazada, y yo le contesté que era imposible, que sólo era una bailarina. Entonces él me cortó: ‘Pero también es usted una mujer”.

Aquel hijo surgido del vendaval mítico de su trayectoria, Dimitri, es el que ahora también ha contactado con Los Palacios y Villafranca, su primera raíz, para comprar un nicho en el cementerio en que descansará su madre cuando le llegue la hora del viaje definitivo.
  • Este reportaje, resumido, lo publico también en El Correo de Andalucía (1/12/2008).