viernes, 24 de diciembre de 2010

¿De qué libertad de expresión están hablando?

Está claro que la crisis feroz que sufrimos no es sólo cuestión de dinero. Si así fuera, esto no sería tan grave. Lo peor es que la crisis nos está volviendo locos. Me refiero a la crisis profunda y verdadera, ésa que está poniendo nuestro mundo patas arriba, relativizándolo absolutamente todo y llamando a las cosas por los nombres que no son; en una palabra, engañándonos. ¿Cómo se explica, si no, que una serie de tragabollos sin oficio y con mucho beneficio que se autocalifican como internautas (como si usted o yo mismo no lo fuéramos también) defienda la libertad caótica para las descargas de todo tipo de productos culturales en Internet apelando a la libertad de expresión? ¿Pero de qué libertad de expresión están hablando? Esta gente subida al carro de las libertades cuando ya rodaba no sabe porque no le interesa saber. Definir libertad de expresión es simple: se trata de no encontrar mordazas para que la gente se exprese libremente, es decir, diga lo que su conciencia le dicte.

Gracias a ello, yo tengo un blog o escribo este artículo, por ejemplo, y usted me lee; los medios de comunicación de cualquier tendencia emiten o publican cada día sin mayor problema y esperan que una serie de ciudadanos los sigan; y en el bar de mi esquina la gente pone a parir a Zapatero o a Rajoy, y no pasa nada. Eso es libertad de expresión. Ahora bien, si yo me descargo una película por internet y la veo de balde en mi sofá, me podré sentir orgulloso de habérsela colado al director, al productor, a los actores, a los distribuidores, etcétera, que esperaban comer de su oficio, sin que a mí me cueste un duro, pero no de expresarme libremente. Lo mismo ocurre si me descargo una canción o un disco entero, una novela o un poemario... Este último es mal ejemplo porque a la mayoría de la gente no le interesa la poesía y ya sabemos que ningún poeta vive de serlo.

Pero volvamos al asunto: ¿qué tiene que ver la libertad de expresión con el todo vale en Internet? Les voy a dar la respuesta: lo mismo que el presunto derecho a los libros gratis para todo quisque, incluidos aquellos que tienen de sobra para comprarlos o aquellos a los que les da ocho que ochenta tener o no tener el libro porque no piensan ni echarle un vistazo. Todos, sin embargo, enarbolarán su derecho a que el sistema educativo los surta de libros gratuitamente, porque tienen derecho.

Existe en lo más hondo de nuestra cultura española un temible desprecio por la cultura. Decía Millán Astray, lumbrera fundador de la Legión, que cuando oía hablar de cultura sacaba la pistola. Ahí se resume buena parte de lo que hoy sufrimos los que sí nos interesamos por la cultura y los que no consideramos que deba ser gratis, como no lo es el pan ni la casa ni el agua ni la electricidad. Tenemos derecho a todo eso, pero no a que nos lo den gratis. Lo que no cuesta absolutamente nada no se valora nada.

Para una cosa que iba a hacer sensatamente este alicaído gobierno que se nos muere lentamente, lo quiere hacer cuando está más en cuesta abajo y cuando sus adversarios están deseando ver cómo se estrella. Por eso la ministra González-Sinde se ha quedado sola frente a unos grupos políticos que, en otras circunstancias, tal vez hubieran votado en otro sentido. ¿Quién nos hubiera dicho, por ejemplo, que el conservador PP les iba a echar un cable a los piratas? Los piratas, los bucaneros y los cuatreros no han contribuido jamás al progreso de una civilización; acaso indirectamente, por obligar al fortalecimiento de las estructuras proteccionistas y las garantías en los procesos creativos que sí lo han dado todo por que el mundo mejore.

"Que inventen ellos...", resumía Unamuno el sentir español con respecto a la innovación europea. "...Que nosotros nos lo descagaremos", dirán ahora estos ciberamigos de lo ajeno. Si ahora prostituimos el lenguaje y a los piratas de la red -que es como decir los ladrones de un mundo virtual que cada día funciona más como real- los llamamos internautas en pro de la libertad de expresión, mañana nos arrepentiremos, cuando a los creadores -verdaderos motores del mundo- no les interese seguir creando y nuestro universo se convierta en un cambalache rancio de productos manoseados.

  • Este artículo se publica asimismo en el nº 2.042 del semanario Cambio16.

martes, 14 de diciembre de 2010

Morente fugit. Se nos van todos los grandes

Conforme me hago mayor, se me aprieta más el nudo en la garganta cada vez que se va uno de estos maestros insustituibles para el arte y que la vida volandera, sin embargo, tan pronto sustituye, con un par de titulares y a otra cosa. Nada puede ser lo mismo ya en el flamenco sin Enrique Morente, ese granaíno concentrado con camisetas heavys cuyo acento de andaluz oriental tanto me acariciaba el oído. Tampoco pudo ser lo mismo el flamenco una vez que murieron La Niña de los Peines, Caracol, La Perla de Cádiz, Camarón o Chocolate, por citar sólo unos cuantos ejemplos evidentes, y ya ven que aquí seguimos, siendo testigos de cómo la Unesco se ha dado cuenta por fin de lo grande que es este quejío universal con eco andaluz. Y ahora que el Flamenco es reconocido, tan tarde, como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, va Morente y nos deja desde lo más alto de su carrera, cuando seguía conversando mano a mano con Picasso y otros genios de similar talla. Nadie esperaba que Morente se nos fuera, así, de súbito, salvo él mismo, que ya ironizaba sobre la Parca. Haber cantado desde siempre a los mejores de nuestros poetas, desde San Juan de la Cruz a José Hierro, pasando por Lorca, Alberti o Miguel Hernández, ha debido de facilitarle el tránsito de esta vida a la otra, en la alta confianza de que no hay separación entre estas vidas para quienes han respirado siempre en el hábitat transversal de la palabra, capaz, como nos ha dicho Vargas Llosa, de convertir lo imposible en posible, y de hacerse sonora incluso en los entresijos de la más absoluta soledad, como bien saben los flamencos y no precisamente porque la convirtiera en verso el distinguido Juan Ramón, sino porque del verso han hecho jirones de vida estos cantaores que, como Morente, llegaron a Madrid para encontrarla.

Descanse en paz Enrique Morente, y que sobrevuele de nuevo el aire mágico de su Albaicín natal, a compás por cualquiera de los 49 palos y medio que su genio supo incluir en la gran enciclopedia del cante que era él mismo, inquieto mimbre de una impagable tradición del conocimiento, que pasión no quita.

martes, 7 de diciembre de 2010

Al arzobispo no le gusta la tele

En su última carta pastoral, en cuyo nombre de la misiva continúa latiendo toda la carga ovejuna que les encanta a estos pastores de báculo dorado, Juan José Asenjo, a la sazón arzobispo de Sevilla, ha recomendado a los cristianos que apaguen la televisión cuando sea preciso porque los medios muestran actitudes que van “en contra de los preceptos de la Iglesia” y porque “difunden modos de pensar y actuar que nada tienen que ver con los auténticos valores cristianos”. Es decir, que si por la pantalla no sale Jesús ni los apóstoles ni algún cura predicando el Evangelio, que se utilice el mando a distancia, que para eso está, pero no para hacer zapping, que debe de parecerle al prelado profana metáfora de promiscuidad digital, sino para apagarlo y san se acabó. El consejo arzobispal es simple y, a mi humilde entender, demasiado burdo, máxime en unos tiempos críticos como los que corren en los que los cristianos deberíamos ser más que nunca luz del mundo y sal de la tierra, tal y como nos encomendó el mismísimo Jesucristo, que una vez aquí abajo supo darle bien a Dios y al César lo que correspondía a cada cual.

Como a muchos otros clérigos, también al arzobispo sevillano le debe de parecer aún que los medios de comunicación están para comunicar sólo lo que ellos estarían dispuestos a santificar. Lo demás, al infierno. O a la oscuridad eterna del apagón repentino. Es lo que deberían hacer los cristianos, por ejemplo, cuando informan sobre los desmanes de determinados sacerdotes pederastas. Botón del off.

A estas alturas, la estrategia de apagar la tele no funciona, no sólo porque la fuerza discursiva de los mass media se nos cuela por la red, el móvil o la pda si no hay televisor en el salón familiar, sino porque las ovejas han crecido y, aparte de las que ostentan ornamenta especialmente retorcida, la mayoría se ha rebelado contra cualquier pastor que dicte qué ver y qué no. A muchas ovejas les encantaría apagar al cura de turno que dice disparates en su sermón, pero son ovejas civilizadas que optan, mejor, por poner el piloto automático de su imaginación y pensar en otra cosa mientras llueven anacronismos, estupideces y radicalismos xenófobos desde lo más alto del altar. Ninguna se sale del templo, aunque a veces más les valdría.

Apagar la televisión es darle la espalda al mundo. Apretar el botón del off es la actitud más cobarde y aburguesada que un cristiano puede adoptar desde el cómodo sillón de casita. Es lo que apetece también cuando salen los niños famélicos del tercer mundo, los desgraciados con miembros amputados víctimas de cualquier guerra, las mujeres reducidas a una cámara con ventilación facial en lo más oscuro de Afganistán. Pero no por apagar la tele la realidad, cruda o patética, deja de existir. Ni siquiera esa realidad basura de los programas-estercoleros dejan de ser reales porque un cristiano apague el aparato, pues se encontrará lamentables referencias a los mismos antes de salir del portal de su domicilio.

Los cristianos de hoy, los de verdad –no los conventuales o sectarios o los disfrazados de piadosos–, saben que apagar la tele no sirve de nada, aunque lo diga el arzobispo. Y el arzobispo debería saber que ese tipo de dogmas asustaviejas son ineficaces y ridículos en una sociedad que, si aspira al conocimiento, no es censurando lo que a la Iglesia no le guste, sino analizándolo todo de frente y eligiendo el botón que más se ajuste a los intereses que dicte el libre albedrío. El arzobispo debería desempolvar a San Agustín y a Voltaire, y darse cuenta de que esta sociedad no puede darse el capricho de volver a la minoría de edad. Aunque eso le facilite el camino a la Iglesia.