martes, 14 de diciembre de 2010

Morente fugit. Se nos van todos los grandes

Conforme me hago mayor, se me aprieta más el nudo en la garganta cada vez que se va uno de estos maestros insustituibles para el arte y que la vida volandera, sin embargo, tan pronto sustituye, con un par de titulares y a otra cosa. Nada puede ser lo mismo ya en el flamenco sin Enrique Morente, ese granaíno concentrado con camisetas heavys cuyo acento de andaluz oriental tanto me acariciaba el oído. Tampoco pudo ser lo mismo el flamenco una vez que murieron La Niña de los Peines, Caracol, La Perla de Cádiz, Camarón o Chocolate, por citar sólo unos cuantos ejemplos evidentes, y ya ven que aquí seguimos, siendo testigos de cómo la Unesco se ha dado cuenta por fin de lo grande que es este quejío universal con eco andaluz. Y ahora que el Flamenco es reconocido, tan tarde, como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, va Morente y nos deja desde lo más alto de su carrera, cuando seguía conversando mano a mano con Picasso y otros genios de similar talla. Nadie esperaba que Morente se nos fuera, así, de súbito, salvo él mismo, que ya ironizaba sobre la Parca. Haber cantado desde siempre a los mejores de nuestros poetas, desde San Juan de la Cruz a José Hierro, pasando por Lorca, Alberti o Miguel Hernández, ha debido de facilitarle el tránsito de esta vida a la otra, en la alta confianza de que no hay separación entre estas vidas para quienes han respirado siempre en el hábitat transversal de la palabra, capaz, como nos ha dicho Vargas Llosa, de convertir lo imposible en posible, y de hacerse sonora incluso en los entresijos de la más absoluta soledad, como bien saben los flamencos y no precisamente porque la convirtiera en verso el distinguido Juan Ramón, sino porque del verso han hecho jirones de vida estos cantaores que, como Morente, llegaron a Madrid para encontrarla.

Descanse en paz Enrique Morente, y que sobrevuele de nuevo el aire mágico de su Albaicín natal, a compás por cualquiera de los 49 palos y medio que su genio supo incluir en la gran enciclopedia del cante que era él mismo, inquieto mimbre de una impagable tradición del conocimiento, que pasión no quita.

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