sábado, 9 de julio de 2011

Oro y Rosal


Como algunos cantaores de raza que se llevan media vida cantando para el baile y muy luego, como de casualidad o de compasión, graban un disco para sus incondicionales, así Manuel María Rosal Núñez (San Fernando, Cádiz, 1976) ha publicado su primer poemario cuando ya estaba más que cantado que había nacido para ser poeta. Bien es cierto que este poemario titulado lacónica y mágicamente Oro salió a la calle hace dos años, pero no ha sido hasta ahora cuando lo he degustado en el sopor de un par de siestas, que es cuando la poesía puede saber a oro molido. La de Rosal, que nació junto a Cádiz y se hizo hombrecito en mi pueblo, Los Palacios (Sevilla), es un grano de calidad salido del molinillo de los clásicos españoles, el 27 y algunas excéntricos de la Experiencia. De todo ello se deriva un uso relajado del arte mayor, una despreocupación por todas las rimas que no sean las profundamente íntimas y unos poemas como píldoras personales amasadas durante décadas. Y, sobre todo, la sinceridad de los poetas mayores, es decir, de los que vienen de vuelta para analizar la naturaleza -esa gran obsesión lírica de todos los tiempos-, la familia, el amor, las derrotas, las abominaciones...

A Manuel Rosal, cuando lideraba aquella aventura postista que se llamó Vesilda y que dio, además de para editar esa revista de "creación, crítica y pensamiento", para organizar un ciclo de cine clásico en plena marisma, con los mosquitos, y hasta para intentar llevar al escenario la Historia de una escalera de Buero Vallejo, le decíamos entonces -mediados de los 90- el Poeta. A él no, pero cuando nos referíamos a él, lo llamábamos así, sin acritud ni tontería. Era el Poeta. No era un mote ni una gracia, sino un apelativo inexorable. Yo me hice en su habitación de trabajo, frente a sus poemas impresos y su ceniza de tabaco negro, una idea cabal de lo que debía de ser un poeta, con sus amaneramientos y sus miserias de señorito tocado por las musas. Me fascinaba verlo concentrado en cualquier giro sintáctico, en cualquier sinalefa mientras le daba la penúltima calada a su Ducados, jugando a ser mayor. Me dio muchos consejos, y no los he olvidado. Tantos años después, comprendo perfectamente sus versos porque soy capaz de meterme en sus dedos tecleantes de esa experiencia de quien siempre se sintió distinto e intentó expresarlo con elegancia, con un respeto sacro a la palabra que a mí siempre me maravilló.

Ahora Rosal sí es un hombre maduro, pero entonces sólo lo aparentaba, y él lo sabe. Ahora que ha publicado este
Oro lírico es capaz de tomar distancia para observarse y de confesar que "me he sentido tantas veces ridículo / que no tengo un recuerdo sin mancha / ni una edad sin agujeros". El poema que da nombre al libro es una joya: "Qué ancho el corazón de un hombre / cuando lo ha perdido todo y se levanta. / Plantado en el camino, con la línea / del horizonte partiendo su pupila, / puede tanto que parece oro / el polvo al sacudirse". Con eso lo dice casi todo. El resto del libro es, en buena medida, un anecdotario exquisito convertido en crónica sentimental del poeta ineluctable que ha sido Manuel Rosal desde siempre, capaz de descubrir en "La Herrería" -otro maravilloso poema- "que hay vida bajo el óxido / y un fulgente color plata / que compite con el cielo", o de confesar que "un dios promete el cielo / -si el cielo es bueno- / cuando cruje un billete en los bolsillos".

Como todo poeta posmoderno, Rosal se relame en los amores superados y en la incomunicación que los hicieron posibles: "He querido hablar contigo / pero es como esas veces / que subes a tender / y todos los cordeles / sostienen la piel / del trabajo y la fiesta". Eso es capaz de escribir, para rematar a continuación: "Qué me importa; / aún tengo los pechos de mi madre, / y una infancia perfecta / y brillante / como un balón de playa". En esa arcadia encuentra la casi totalidad de las razones, incluidas las fracciones del Amor del que él ha sido testigo inapelable: "Tiramos el colcón en la azotea / dispuestos los tres a la lluvia de meteoritos. / La ropa recién tendida era el frescor / de una noche y de una madre que no oía / pero amaba nuestra bocas riendo. / También subió papá a vernos, / incapaz de estar solo, y fumarse un cigarro...".


El libro se corona con un poema largo titulado "La Isla". Los de San Fernando no suelen llamar así a su ciudad, sino que prefieren decir la Isla. En el caso de la familia Rosal -porque todos dicen la Isla- supongo que se debe a su condición extremadamente heterodoxa. Este poema de colofón tiene también algo de testamento aislado, de sentimiento en un islote de la memoria que todo lo gestiona con especial fascinación y relativismo: "A veces yo tampoco me reconozco: / ante el espejo, la misma expresión / que ayer vi en tu cara, ¿es, no es?". El sello indeleble de ese primer amor que nos cambia a pesar de todo lo demás que venga luego, incluso el reencuentro fortuito y gracioso: "Han pasado quince años, / una vida larga como un fémur, / y ahora de nuevo tus ojos de gacela" (...) "¿quién soy hoy para recordar abejas en los labios / y volverte a amar?". Y el reconocimiento de la trascendencia de ese amor infantil por el que poeta sólo dice "Bah" y sin embargo también añade, versos después: "No encuentro hoy ningún paraíso / que no sea el recuerdo de aquellos pocos meses / en los que fuimos larvas veloces / en un mismo capullo".

Tantos años después, el poeta maduro es capaz de concluir de su búsqueda vital que "quizás te buscaba a ti, que es lo que ahora tengo, aunque nada cambie".
Claro que cambian cosas. El poeta disimula, pero sabe que cambian. Incluso en el lector que pierde inocencia y se libera de tiempo perdido al ocuparlo en este poemario dorado que tanto nos afecta. Por eso después de leerlo unas cuantas veces siempre hay que volver a hacerlo. La penúltima vez. El Oro es así.





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