viernes, 9 de agosto de 2013

DNI y ADN

Puestas así, parecen las iniciales de dos enamorados que quisieran mantener su anonimato solo un poquito, saliendo pero sin salir del todo, reconocibles sólo para ambos cuando vean esas letras grabadas en el árbol. Daniel no sé qué y Ana no sé qué, por ejemplo. Hubiera sido posible darles esa interpretación romántica si los papeles de Bárcenas no llegan a poner tan de moda las iniciales, que a pesar de los indultos, los gibraltares y otras monsergas veraniegas, nos conceden cada mañana la pista de un relato de misterio como esta última de JM (¿José María o Jaime Mayor?)... Por otro lado, nuestro mundo se ha inundado de tantas siglas, que ya hay que ir explicándolas todas o resignarnos al vicio de decir que sabemos cuando no tenemos ni idea. Pero he titulado este artículo con DNI del carné, el de identidad, que estrictamente se llama Documento Nacional de Identidad, acordándome al mismo tiempo del ADN, el biopolímero llamado Ácido DesoxirriboNucleico. Ambos tienen su doble, o lo tenían, porque el DNI tenía su NIF, que era el número más una letra. Y el ADN tenía su ARN, que ya no recuerdo lo que significaba pero que si lo busco en el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) me pone que es el Ácido Ribonucleico, o sea, lo mismo que el ADN pero sin desoxi, que ya son ganas de complicarlo todo..., aunque de eso se trata.

Lo refiero porque el otro día me renové el DNI, en Tablada, que es donde más rápido se hace a menos que uno se complique la vida, como es mi caso. Yo pedí cita antes de irme unos días fuera, de vacaciones. Y me la dieron justo para la primera hora del primer lunes después de que volviera. De modo que el domingo, ya en casa, me di cuenta de que no tenía foto. Como era festivo y los fotógrafos del pueblo cerraban, fui a deshora a un fotomatón de Dos Hermanas, donde te retratan por cinco euros. Te dan tres oportunidades cuando te sientas en el banquito y cierras la cortinita. Con la pantalla delante, una voz como de tontón-gps te conmina a pulsar el botón cuando te parezca que sales bien. Evidentemente, yo gasté las tres oportunidades, y finalmente salí con esa cara de preso disimulado que no se debe sino al miedo de tenerte que gastar otros cinco pavos. 

Volví a casa con mis cinco caritas clonadas. Cuando las vio mi mujer, se rió, claro. Y yo le expliqué que la cara me salía así porque el fotomatón es también una máquina de estrés. A la mañana siguiente, cuando llegué a la comisaría de Tablada y me tocó el turno, me dijo la funcionaria que aquella foto no valía. Por feo, pensé yo. Está muy oscura, dijo ella, y no se te va a reconocer. Es que estoy muy moreno, como acabo de venir de vacaciones, repuse yo, a ver qué iba a decir. Pues no va a valer, me insistió ella. ¿Y qué puedo hacer ahora?, pregunté. Ahí fuera hay un fotomatón, me contestó ella con naturalidad. Al salir, el policía de la puerta me miró como a un bicho raro.

Salí de la oficina con cara de gilipollas y me volví a meter en la cabina. Saqué otro billetito de cinco euros y lo planché como pude para que entrara por la ranura. Pero al aspirarlo la máquina se arrugó. Yo, con miedo de perderlo, lo agarré como pude y se me partió. Empecé a sudar más de la cuenta. Saqué el billete en tres trocitos y me lo metí en el bolsillo para pegarlo más tarde con desafí. Salí de la cabina y me dirigí al policía de la puerta porque era la única persona que vi. ¿Me puede usted cambiar este billete de cincuenta? Es para el fotomatón, le dije. Él volvió a mirarme con cara rara y me mandó no a hacer puñetas, que era lo que yo creí en aquel instante, sino a un quiosco que había por detrás de la oficina. En el bar es que no te van a cambiar, me advirtió, porque había un bar más cerca y me vio mirándolo. Tras la caminata hacia el quiosco, mientras iba pensando en lo absurdo de que me cambiaran un billete grande en un quiosco en vez de en un bar, volví al fotomatón. 

Estaba más nervioso, más sudoroso, y me veía más feo aún en la pantalla, claro. Volví a meter el billetito y volvió a sonar la vocecita. En la pantalla, de nuevo el cansino mensaje de las tres oportunidades. La primera la gasté en balde, porque no me había frotado los ojos, como tengo por costumbre para desentumedecerme los párpados, no sé, creo que mejoro cuando lo hago, aunque seguramente sea una ilusión. La segunda me gustó más, pero como tenía una tercera, volví a cancelar. En la tercera salí feo, mirando mucho hacia adelante, supongo que con el nerviosismo de darle al botoncito en la última oportunidad y perder otros cinco euros, pero la foto salió algo más clara que la de Dos Hermanas.

Después de esperar otro rato ante la funcionaria porque yo ya había perdido mi turno, me senté y me dijo que estaba algo mejor. Algo, pensé yo, porque en realidad estaba casi igual. Cuando, después de que se bloqueara el ordenador, tuviera que reiniciarlo y volvimos a rellenar los datos, me dio el carné, mi nuevo carné hasta 2023, le pregunté -por curiosidad- por el pasaporte. El pasaporte te sirve sólo si vas fuera de Europa. Si no te hace falta, no te lo saques, me dijo. Ni que lo digas, pensé yo mientras le decía adiós y me preguntaba por qué demonios habrá dos documentos distintos para lo mismo. Al salir, leí en un cartelito: DNI, 10,40 euros; Pasaporte, 25 euros.

En la calle hacía ya calor. Y de repente me sentí ridículo con aquella tarjetita en la cartera, junto a la del DIA, el Carrefour, la del banco, la del médico y hasta la de la oferta de los desayunos que te van sellando para darte uno gratis al cabo de diez en un bar de mi barrio.

Con los adelantos de hoy en día, que con un pelo te sacan el ADN, pensé, ¿para qué sirve esta tarjetita? Me lo sigo preguntando hoy, con tanta huella digital y tanto escáner pitón en las tiendas de ropa. Pero supongo que servirá para mucho y que yo, simplemente, soy muy preguntón. Por eso me complico la vida.

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