viernes, 25 de octubre de 2013

El carro nos lo robaron

Ha muerto Manolo Escobar, un icono de la canción española, dicen. Yo diría también que es el cantante del pueblo, el prototipo o arquetipo de tipo simpático que varias generaciones, incluso con sus muchas diferencias, confluyeron en admirar, respetar. Recordemos que hubo otros artistas mal connotados, muchos a su pesar, por aquello de representar, pelotear o consentir el franquismo, por ejemplo, como si a la dictadura que sufrimos no la hubiesen jaleado determinados arribistas que no trabajaron nunca sino los/las cupletistas que nunca dejaron de trabajar. Pero el caso, como decía, es que a Manolo Escobar ni siquiera le arrojó nadie ese tipo de acusaciones absurdas, y él, andaluz periférico, de Almería, con el espíritu entregado a causas más universales -como la de entretener, hacer feliz-, se consolidó en el Levante español desde que encontró a una mujer alemana con la que había de pasar el resto de sus días. 

No fue un coplero ni un flamenco ni un cantante, pero sí un poco de todo. Más allá de las coplas, o las canciones, o las fandangos, que los cantaba, era un hombre espectáculo entregado al pueblo, a su pueblo. En su voz, aquello de que "Viva España", ni siquiera en las postrimerías del franquismo, sonaba a facha ni nada parecido; sonaba como tenía que sonar, literalmente. En Manolo Escobar no había trampa ni cartón ni intereses creados. Cuando él cantaba que "viva España" quería decir exactamente eso, lo que desde el sentido común pudiéramos pensar cualquiera de los españoles que sonreíamos escuchándolo. Solamente la Selección Española de Fútbol ha conseguido, otra vez, limpiar el grito patrio de connotaciones ideológicas. Viva España significa eso: que viva España y nada más. Pero sólo podíamos entenderlo sencillamente cuando oíamos a Manolo Escobar.

Tal vez de sus cientos de canciones haya quedado una en la memoria colectiva de este país, la de "Mi carro". Todo el mundo, haya conocido u oído a Manolo Escobar o no, se sabe el estribillo, sin saber por qué: "Mi carro me lo robaron / estando de romería / mi carro me lo robaron / anoche, cuando dormía / ¿dónde estará mi carro? ¿dónde estará mi carro?. //  Me dicen que le quitaron / los clavos que relucían, / creyendo que eran de oro / de limpios que los tenía...". 

Piensen en la letra. Leánla otra vez. A mí me resuena desde ayer, y he descubierto, de súbito, que con Manolo Escobar no sólo se va el cantante del pueblo, sino su profeta alegórico. Antes de que ocurriera lo peor, que nos robaran el carro mientras estábamos de romería, él lo vaticinó a ritmo de rumba. Llevamos unos años descubriendo, a nuestro pesar, tan tarde, lo que Manolo Escobar llevaba décadas cantando: que nos han robado el carro, el del pueblo, ese carro con clavos dorados, porque los limpiaba la gente del pueblo, gente como Manolo, al que ahora no todos podremos subirnos, sino tan sólo los privilegiados, los del maldito parné, los de siempre. Ha ocurrido mientras todos andábamos de romería, en ese delirio colectivo del que ahora andamos despertando, a nuestro pesar. Ha ocurrido mientras dormíamos el sueño de la inconsciencia, de la falta de compromiso, del eructo colectivo de que todo sobraba, incluso velar por el carro de todos. Ahora nos preguntamos, pancarta en mano, dónde estará mi carro, como Manolo, dónde estará nuestro carro. Nos lo robaron; lo estamos comprobando, telediario a telediario. En nuestras manos de pueblo está recuperarlo. 

Descanse en paz Manolo Escobar, el cantante del pueblo, el profeta.

lunes, 21 de octubre de 2013

Trabaje usted mañana

Feíto, feo, requetefeo el panorama laboral que soportamos en España, y más feíto, más feo, más requetefeo que promete ponerse si las ideas de algunos sectores del empresariado español continúan germinando con la misma intensidad y malaleche. Lo último ha sido lo de los 70 años; jubilarse a los 70 años, y la coletilla: como mínimo. Lo ha recetado el presidente del Instituto de Estudios Económicos, José Luis Feito, que se supone que es uno de esos señores que se estrujan mucho los sesos para descubrir la fórmula para salir de esta crisis prima hermana del cuento de la buena pipa. Tiene gracia, en todo caso, que todas las ideas de estos laboratorios cerebrales vayan siempre en la misma dirección: la de la explotación de los viejos. Como ya se superó, al menos aquí, el vicio de la explotación infantil, ahora se está poniendo de moda la explotación senil. 

Todas las culpas van ya para los viejos. El FMI dictaminó hace unos días que envejecer demasiado era un peligro financiero o algo así. En otras palabras, que durar mucho en esta vida estaba poniendo en serio peligro las arcas del Estado; o sea, que más vale investigar menos en bienestar y salud y dejar que la cruel naturaleza siga su curso. Así deben de pensar algunos cerebritos malthusianos de determinadas instituciones amigas del Poder. Y tal vez por todo ello, o sea, por nuestro propio bien, es por lo que el Gobierno que aguantamos por ahora se empeña tanto en que no haya alumno sin su catequesis semanal por cojones, o sea, por su bien. Si todo es por nuestro bien... aunque nosotros, zoquetes irremediables, no nos demos cuenta. 

A los niños los libramos de toda carga hasta los 20 años, más o menos. Ya conocen el empeño de cualquier gobierno en inflar las estadísticas de aprobados; que luego hacemos el ridículo en Europa, donde todo se mueve por estadísticas. Allí, quien no tiene su estadística pasada a limpio no es nadie. A los chavales, si más o menos demuestran sus competencias, que es lo que hay que demostrar, pues se les aprueba y santas pascuas. ¡Vengan títulos, que firmar no cuesta nada! Luego viene la edad de las prácticas; las décadas de las prácticas, diríamos más bien, pues entre los veintitantos y los cuarenta todo son prácticas: practicar las prácticas y trabajar de balde, porque todo es una práctica para el futuro, cada vez más lejano. Durante muchos años, lo importante, al contrario de lo que ocurre en la escuela obligatoria, empieza a ser, de súbito, la formación, y luego la formación continua. La informática y el inglés, aunque no sepamos ni leer sin que nos engañe Endesa. 

La formación, esta formación guay de la que nos hablan, es fundamental, porque España está llena de obreros, trabajadores, profesionales, cada cual de lo suyo, que fallan en formación, o en formación continua. Ahí radica, como sabe todo el mundo, el problema del empleo, en que al personal siempre le hace falta formación, sobre todo a los cuarenta tacos, que es cuando los churumbeles piden pan y papá se está formando. Los que tienen churumbeles, porque esa es otra. Cada vez más cuarentones tienen un perro en vez de un churumbel. Porque un contrato de prácticas, o de formación, ya me entienden, da para mantener a un perro, pero no a churumbel. Y menos a dos. Quiero pensar que me siguen entendiendo.

Total, que cuando el españolito medio es un señor maduro, o madurito, es cuando empieza a encontrar una colocación más o menos estable, pero para entonces ya los años no le cuadran si quiere tener una pensión del 100%, que empieza a ser la bicha para el Estado: eso del 100%, qué mal les debe sonar, qué miedo debe de darles a los mandamases a los que nunca les sale el 100%... qué yuyu. Por eso van alargando la edad de jubilación, porque si un español medio empieza a trabajar -a trabajar de verdad, quiero decir- a los 50 tacos, después de todas las prácticas y de toda la formación continua continuamente, a los 70 sólo lleva 20 años trabajando, y ya lo dice el tango, aunque suene a tongo: que veinte años no es nada. El vuelva usted mañana de Larra, tan administrativo, y tan español, es hoy un ideal laboral: trabaje usted mañana.

Por eso los viejos tienen la culpa de todo: hasta de quitarle el empleo a la juventud. No me extrañaría que la próxima propuesta de los entendidos fuera que se murieran los viejos. Tal vez así trabajaríamos poquito, no nos quedaría apenas pensión y el dinero seguiría donde siempre, en los mismos bolsillos que nunca tienen dinero porque siempre les quedará la Visa, plástico eterno.

domingo, 13 de octubre de 2013

Etimología apresurada y heteredoxa de 'mamaostias'

El adjetivo mamaostias (o mamahostias, he ahí la cuestión) no aparece en el DRAE porque la RAE es un organismo descriptivo de la lengua que necesita el consenso de la mayoría de los hablantes para incluir cualquier palabra en el diccionario, o lo que es lo mismo, precisa que se extienda de Madrid hacia arriba o que se diga mucho por la tele. Así que como mamaostias se dice casi exclusivamente en mi pueblo, pues se quedará varios siglos sin integrar el diccionario de los demás españoles. No pasa nada, porque aquí -por mi pueblo- no se ha extendido ningún cáncer nacionalista todavía y a nadie le preocupa que una palabra venga o deje de venir en el diccionario con tal de que sea una palabra útil, es decir, que exprese un pensamiento complejo difícil de resumir. Y mamaostias (o mamahostias, he ahí la cuestión) lo es; quiero decir que es una palabra útil. No en vano está en boca de muchos de nosotros para poder expresar el malestar que nos producen determinados paisanos, para lo que precisaríamos de demasiados adjetivos y al final no daríamos con la tecla. Menos mal que existe 'mamaostias'.

El mamaostias no es exactamente un gilipollas ni un capullo, aunque algo de ambas condiciones encierra. El mamaostias es algo más; digamos que es un grado superior, más completo, más elevado. Tampoco es un alelado, un atontado, un vaina, aunque también algo de ello conserva. Está claro que, para el de fuera, mamaostias es complicado de definir. Es más fácil verlo, quiero decir, comprobarlo in situ, en persona, sufrirlo en carne propia, aguantarlo cara a cara, ya me entienden. 

Después de muchos años con la idea como un moscardón tras la oreja, hoy, un día cualquiera, llego a la conclusión de que la prueba irrefutable de que alguien es mamaostias, en la acepción oriunda que se le da en mi pueblo, o sea, la acepción verdadera, es que no tiene memoria. El mamaostia típico típico es el que no se acuerda de ti, ni de las mamaostieces que hacíamos todos, él incluido, el que parece un reencarnado, el que se ha caído de un guindo, el que aparece repentino sin advertir, al contrario de todo el que lo conoce de siempre, que sigue siendo el mismo mamaostias.

Depende de con quien se discuta la definición, un mamaostias puede ser un vanidoso, un presumido, un pamplinas, un calzonazos. Yo no niego ninguna de tales acepciones, pero insisto en que el rasgo más definitorio de todos es su forzada falta de memoria. El verdadero mamaostias, el auténtico, el novamás, es el espécimen que no se acuerda de nada, especialmente de sí mismo, de cuando se le caían las velas de mocos, el que ahora -por alguna extraña o ridícula razón; una nueva posición, un matrimonio, un trabajito, un viajecito de ida y vuelta, nada del otro mundo...- no conoce ni recuerda a nadie, y si le preguntas o le das pistas pone una cara entre asqueada y asquerosa, entre preocupada y blanquecina, entre molesta y perezosa, para seguir sin acordarse, como si ya no estuviera para esas cosas, como si recordar o conocer le rebajara su nuevo estatus de fino olvidadizo, su nueva categoría desde la que no le es posible recordar nimiedades, como tú, que eres un memorioso empedernido porque la vida no te da para más, sino para empecinarte en lo de antes, en el pasado, en la gente que formó parte de un período concreto y olvidable de tu vida... El mamostias de pura cepa no cae en la tentación de acordarse de ninguna anécdota, de ninguna frase, de ninguna metedura de pata propia o ajena, de ninguna amistad ya poco recomendable, de ninguna vergüenza hilarante... Y no es que sea un estirado, que tampoco es eso, sino que simplemente no es como tú, ya no, ya anda en otra dimensión. Y por eso, los demás, uno incluido, piensa que el tío es mamaostias. Él no piensa nada. No sé si me estaré explicando.

En cualquier caso, estando más o menos de acuerdo en el fondo, he debatido recientemente su ortografía con un paisano, Antonio Rodríguez Sierra, que defendía la h intercalada en el vocablo mientras yo la había escrito sin h. La razón de Antonio, compartida por un servidor, es que la palabra se compone del verbo mamar, ampliamente conocido, y el sustantivo hostias, es decir, de hostia consagrada o por consagrar, de forma, de especie eucarística que encierra el cuerpo de Cristo, o tal vez, como apuntaba Antonio, gracias a cierta sinécdoque, del guantazo o cachete que el cura acostumbraba a dar tras entregarla, que por aquí también llamamos hostia. El que toma o mama hostias, por tanto, es un mamahostias, así, con h intercalada. Yo defendía la omisión de la h porque el adjetivo, en cualquier caso, es de uso exclusivamente oral, y como decía al principio, muy localizado en el entorno de mi pueblo, donde nadie recuerda ya la etimología o la ortografía, con lo que, tras perder la h, muda al fin y al cabo, incluso se reduce a "mamostias", aunque bien es cierto que cuando alguien quiere recrearse de verdad en decir el adjetivo lo pronuncia con todas las letras -incluida la h, puede ser- y hasta pasa de adjetivo a sustantivo anteponiéndosele un adjetivo delante: "¡Valiente ma-ma-hos-tias!", suele decir quien lo dice con conocimiento de causa, con ganas, con garbo y con la boca llena. Decir "¡¡Valiente ma-ma-hos-tias!!", así, sin prisa y estirando los labios hacia los lados, es la fórmula más ventajosa y eficiente que hemos conocido por aquí de desahogo cuando hemos sufrido las impertinencias de algún mamaostias de los que tanto abundan. Y la mayoría de las veces los localizamos por ese motivo principal de la falta de memoria que yo apuntaba.

Puede ser que el mamahostias proceda de esa conceptualización de quien no hace otra cosa que mamar, tomar, recibir hostias, como cachetes -porque es tonto- o directamente como formas consagradas, que es también una forma de no hacer ni el huevo, de dejar que todo lo hagan los demás mientras el susodicho se conforma y se alegra con recibir las hostias donde las dan. Puede ser que el mamaostias hubiera procedido de ahí pero que con el tiempo haya olvidado su h y fuera comparable con el mamabrevas en un sentido parecido, el del tonto que no es tan tonto porque las brevas, al fin y al cabo, las trae otro y el sólo conserva la función de mamarlas, de tomarlas, con lo cual estaríamos rozando la acepción de aprovechado o fresco. Puede ser que las ostias procedan de las ostras, como manjar exquisito en el que se recrea quien está dispuesto a mamar lo que sea, con tal de que sea mamado o por la cara. Un tío mío solía decir despectivamente de algunos, en este sentido: "No necesita ese tío tarvinas...", tras lo cual yo pensaba que era un mamatarvinas, que es lo mismo que un mamabrevas, mamaostras o mamahostias, o sea, un tipo al que le da igual lo que digan los demás que mama con tal de mamarlo de veras. 

Se aceptan, claro está, pensamientos o elucubraciones en torno a tan extraña etimología, aunque yo sostengo que el verdadero mamaostias, el auténtico, al que nadie le podrá echar la pata jamás, es el desmemoriado, porque es invencible e inaguantable en el cara a cara. Tal vez hacer un ejercicio etimológico del mamaotias, como acabo de hacer, sea en el fondo otra mamaostiez, no lo niego, pero de vez en cuando hay que hacer mamaostieces como esta para desahogarse de tanto mamahostia suelto, con h o sin ella.

viernes, 11 de octubre de 2013

Sin ánimo y sin lucro

No hay más que salir a la calle, asomarse a las instituciones, interesarse por ciertas tareas, decirle sí a quien te propone algo. Se va extendiendo como una peste el virus de lo voluntario, lo desprendido, el amor al arte, pero no porque lo propugnen artistas ni solidarios, sino porque lo inculcan, interesada y malévolamente, quienes tienen la responsabilidad de velar, sufragar, financiar... y no lo hacen, porque es muchísimo más barato contar con la entrega de las buenas personas, que siguen abundando. 

Con el trote emprendido por esta estafa disfrazada de crisis, tardaremos relativamente poco en mantener un Estado con el mismo coste, unas instituciones con el mismo presupuesto, un aparato político y técnico con los mismos sueldazos y sin apenas gastos, con lo que lo mismo no estamos tan lejos de alcanzar ese déficit cero que les gusta tanto a los administradores de lo público o incluso superávit nunca pensados, no del 2 o el 3%, miseria pura, sino del 70 o el 80%, total, si todo lo harán las oenegés, las asociaciones, los voluntarios, los entregados, los solidarios, los generosos, los volcados con las mil causas que dejaron de lado los que tenían que tomarlas de frente...

Un programa titulado Entre todos emigró hace unos meses del gracioso Canal Sur a la institucional TVE. Se llevaba presentadora y la misma carga de falso sentimentalismo y buenismo que ahora, desde la capital del reino, ha molestado a muchos, por utilizar las desgracias ajenas para ganar audiencia y, encima, descargar a los responsables públicos de la responsabilidad que les compete. Es producto de una época, qué queremos.

Ahora se vuelven a poner de moda las cadenas de favores, los bancos de tiempo, los mercadillos de barrio, los trueques y esa engañosa impresión de que esto lo arreglamos entre todos. Es precisamente lo que los poderosos soñaron desde siempre, o sea, nosotros -dicen ellos- integramos las poderosas instituciones, esa olla grande soñada por tantos, presupuestamos lo que costamos nosotros y nuestras circunstancias, con vuestros impuestos -que suben y suben-, y luego los problemas, los afanes, las abominaciones es cosa vuestra, pueblo llano. No confiéis en el dinero, ni en el capitalismo, ni en las instituciones, no; gestionad vuestros propios recursos para no depender del sistema. Así seréis independientes, autosuficientes... Esa es la lección. El Estado, con toda su parentela de organismos reduplicados, ya tiene sus propios problemas; atiendan al telediario. A este paso, no querrán ni que los molestemos cada cuatro años con la inútil cantinela del voto, ya se encargarán ellos de eso también.

Lo peor de esta nueva moda es que a demasiada gente entusiasta nos está dejando sin ánimo y sin lucro. Normal. No hay alegrías ni billetes para todos.

viernes, 4 de octubre de 2013

No hay dinero para pan pero sí para circo

De nuestra joven democracia se esperaba mucho, no sólo porque en los difíciles años de la Transición demostró una madurez precoz tan prometedora que sirvió de referente a otras naciones que seguían nuestros pasos hacia el Estado del Bienestar, sino porque en muy pocos años quedó demostrado que nuestros grandes logros como pueblo no se lo debíamos a la gracia divina ni a la chispa de ningún iluminado, sino a la sensatez y coraje de unos hombres que se llamaban políticos, y que esos políticos podíamos ser cualquiera, incluso los hijos de los pobres. El peligro vino después, cuando los políticos dejaron de ser ciudadanos que daban un paso valiente para convertirse en profesionales de por vida y empezó a abrirse una incomprensible brecha entre los privilegiados de la élite política y la gente de a pie. En cualquier caso, nadie lo advirtió demasiado mientras hubo para todo, mientras se despilfarraba el dinero de todos, mientras todos éramos conscientes de que nos daban pan y circo pero había mucho pan y sobraba mucho circo. Ahora, en plena caída libre por la crisis, es cuando la figura del político está menos valorada, lo cual debería darnos mucho miedo porque, en la lógica pendular que nos enseñó la Historia, cuando faltan los políticos reaparecen la Providencia y los iluminados, cuyas decisiones son muchísimo más rápidas e indiscutibles. 

    El problema primordial no es el desapego que siente la gente hacia la clase política, sino justo al revés, porque si son los políticos los que olvidan su razón de ser como servidores de la sociedad democrática serán ellos mismos quienes estén socavando el noble sentido de la misma. Y en los últimos tiempos, cuando la miseria aprieta por el subsuelo de la ética y la estética, se dan unanimidades políticas que deberían enrojecer al país entero. 


    Si nuestra clase política está tocando fondo es para que nos echemos a temblar. ¿Cómo es posible que no haya dinero para medicamentos que salvan vidas humanas y haya crecido un 28% la financiación de los partidos políticos? No es que se congele -como les ocurre a los sueldos de los maltrechos funcionarios- esa financiación, que ya rondaba la escalofiante cifra de 70 millones de euros, no, sino que para el próximo año se aumenta casi en un tercio, dicen que por las elecciones europeas, o sea, porque hace falta mucho dinero para convencer a la gente de a pie de la importancia de votar, aunque esos votos empiecen a considerarse la raquítica prueba de que seguimos en democracia, pues las grandes decisiones no las toman ya los gobiernos resultantes de las elecciones sino otros poderes fácticos a los que nadie votó. Pues aun así, los partidos políticos necesitan más financiación. No los estudiantes ni los trabajadores ni los parados ni los científicos ni los pensionistas ni los hospitales ni los enfermos y dependientes. No, para ellos todo son recortes. Son los partidos políticos los que necesitan mucha más financiación, mucha más ayuda, como los bancos, y se les da, como a los bancos, se les regala dinero público para que mejoren sus estrategias de impacto y el circo de las campañas electorales sea mucho más divertido y jugoso. Con más dinero, se garantiza mejor la salsa electoral de los partidos, por supuesto.

    ¿Cómo es posible que se rebaje exagerada y vergonzosamente el presupuesto de Sanidad o el sueldo de los funcionarios mientras suben los salarios extratosféricos de los cargos de confianza? ¿Por qué todos los partidos callan y sonríen por lo bajini? ¿Cómo puede entenderse que la disputa entre izquierda, centro y derecha se difumine siempre cuando se abre el debate sobre sueldos, pagas, dietas y privilegios de la clase política, fuere cual fuere el color?

    Yo no soy ni un enfermo grave ni un político, pero vivo en un país y una época en los que podría convertirme en cualquiera de las dos cosas. Si me convirtiera en lo primero no me cabría en la cabeza que el político aprobase descarados incrementos financieros mientras en el hospital escatiman en medicamentos para salvarme la vida. Si me convirtiera en lo segundo, no me cabría en el corazón que el enfermo perdiera la vida a costa de las mejoras en mi partido. Porque no nos engañemos, el dinero -sobre todo el público- es como el agua; si sobra aquí es porque falta allí, y viceversa. Y las personas -todas- deberíamos ser más importantes que el dinero, el agua y los cargos políticos, aunque el FMI crea ahora que llegar a viejos sea un "riesgo financiero". Lo será para quienes esperaban que el dinero de pensiones tan largas fueran a parar a otras partidas; para quienes sería conveniente retirar las monedas de uno y dos céntimos, porque al fin y al cabo ellos siempre andan con billetes de los grandes, que ensucian menos las manos porque no parecen tan vil metal, pero no para quienes trabajaron toda su vida, aun a riesgo de perderla, con la ilusión de llegar a viejos manoseando monedas para la hucha de los nietos.