miércoles, 31 de diciembre de 2014

Noche vieja

Las noches como esta son viejas porque me recuerdan al pasado. No al pasado año, que ya se va, sino al pasado de mi vida, de esa infancia mía en la que aún no distinguía la diferencia entre la Noche Buena y la Noche Vieja, como mi hijo ahora, tantos años después, en una confusión ingenua de fiestas y noches en vigilia que huelen a aguardiante de otros, a polvorones de los ya no quiero más, señora, a cuero del coche de vuelta de casa a las tantas, de algún lugar del que no acordarse al amanecer. En vacaciones, con mucho frío de ese que se agradece a las claritas del día, entre las sábanas remolonas. 

Noches como esta me recuerdan a las de la plaza de mi pueblo, en el siglo pasado, con un gentío ensordecedor frente al reloj de abastos, con disfraces anacrónicos -incluso entonces- y un griterío que ya no se lleva, olvidados de las uvas, que eran lo de menos. Botellas de cava, o de champaña barato, volando por encima de nuestras cabezas, asilvestrados, asalvajados como si el mundo se fuera a acabar verdaderamente, de un momento a otro.

También me recuerdan estas noches así a la peor televisión de siempre, a esas programaciones rancias en las que ya uno, de chico, se daba cuenta de que habían sido grabadas en pleno verano, en septiembre al menos, con artistas que cantaban por compromiso, que brindaban disfrazados de papá Noel o cualquier cursilada parecida, que gritaban como haciendo que era el fin, el fin de qué, no lo sabíamos. 

Como no lo sabe toda esta gente que hoy, tantos años después, sigue dándole una patada al año que se va, como si realmente se estuviera yendo algo, como si de verdad pudiera dársele una patada al año como a un paquete, como un eslabón de nuestra vida que no nos gusta, que no queremos guardar como reliquia sino todo lo contrario. Abunda la gente que pretende arrugar el 2014 como si fuera una bola de papel mal escrita, desde el principio, para echarla a la papelera; esperanzada en que 2015 sea una hoja de papel en blanco, inmácula, en la que escribir derechitos desde el principio, con buena letra y un montón de propósitos de enmienda, supersticiosos con aquello de lo que bien empieza... olvidadizos de que también el año anterior, y el otro, y el otro, comenzamos igual, hasta poco antes de Reyes, cuando la Cabalgata deja un reguero de papeles pringosos, pisados, regados por las calles que empiezan a perder ese halo navideño para cobrarlo de cotidianidad. 

En fin, procuro simplemente no echar las campanas al vuelo, ni siquiera las campanadas de esta noche, las 12 como siempre, para que empiece una madrugada más, y un amanecer que no será distinto, si lo pensamos bien afortunadamente para los que no sabemos, afortunadamente, qué es eso de que nos vaya mal. Mal de verdad.

Es inevitable pensar que algo nuevo empieza. Pensemos que empieza, de nuevo, nuestro compromiso por renovar la vida, nuestros sueños, nuestros afanes. Mis niños cumplirán un añito más, a lo largo del año. Y nosotros también. Creceremos. Y eso es para estar contentos. 

sábado, 15 de noviembre de 2014

PARNASO DE ALTURA

El Parnaso tenía su altura, claro. Era un monte, y divino. Pero en mi pueblo la sigue teniendo estando a ras de marisma, a la altura de un patio que unas veces es patio y otra salón. Anoche tocó lo segundo, y el salón se desbordó: de gente, de participantes, de entusiasmo, de asombro, de Cultura con la misma mayúscula divina y parnasiana con que los primeros poetas helenos debieron de deglutir al dejarse apelar por aquellas musas de verdad. Anoche, en el XI Patio del Parnaso de este pueblo del Guadalquivir que va bajando, no hubo ni dioses ni musas; no hicieron falta, porque hubo gente tan preparada que los hados no hubieran estado a la altura.

Victoriano Rosal, patriarca del invento, saludó como sólo él sabe hacerlo: contagiando la ilusión por un foro cultural sin precedentes a aquellos despistados que lo pisaron ayer por primera vez, confundidos con que una propuesta cultural no tenga nombres ni apellidos ni siglas ni intereses legítimos ni letra pequeña. Del Patio del Parnaso dicen que es una asociación, una institución, un grupo cultural, no sé qué más, pero lo dicen porque algún nombre hay que ponerles a las cosas. A mí no me consta que sea nada de eso, aunque pueda venirle bien, un tanto estrecha, cualquiera de esas definiciones. Todo el que estuvo anoche, y otras noches -hasta 11 que sumamos ayer-, sabe que el Patio del Parnaso es mucho más. Y lo es porque no aspira a absolutamente nada más que a ser mientras sea. Luego, los hados dirán. Victoriano enseñó los planos aéreos que, generosamente y desde Gerona, nos remitió Jesús Romero Núñez, controlador aéreo por aquellas alturas. En la inmensidad de líneas que atisbamos por nuestros cielos sevillanos, una contundente recta que marcaba esas autopistas celestes pasaba por nuestro mismo pueblo. 

Un servidor introdujo lo mejor que pudo en una temática nocturna que aspiraba a lo más alto, pero sin olvidar las bajezas miserables que nos tiran cotidianamente hacia las bajezas de esas instituciones intoxicadas que dominan nuestro mundo contra las alturas de nuestros sueños. 

Nuestro pianista, Francisco Benítez Acosta, nos aupó a continuación a la altura armónica que la noche precisaba, la de Ludovico Einaudi, con un piano, su Roland, que no parecía de este mundo, sino de los otros. Paco Benítez había de pasearnos luego por todas las alturas imaginables que las más de 150 personas que nos congregamos en el Patio habíamos imaginado alguna vez, suavemente. 


Federico Ponce, arquitecto, nos dio una lección sucinta y rigurosa de cómo los rascacielos norteamericanos partieron de un atrevimiento en Chicago y no se conformaron luego con medir muchísimo, sino con mirar y ser mirados muchísimo mejor. En oportunas imágenes de innovadores edificios, sentidos urbanísticos, ciudades soñadas por los grandes de la arquitectura y la ingeniería, comprendimos por qué unas urbes pudieron hacernos más felices y por qué otras, en cambio, habían sido diseñadas sobre el vacío de un plano que no era blanco sino manchado con los colores de la divisa dominante. 

Antonio Repiso, María Sánchez, Josefina Moguer y Ana Romero encarnaron una alegoría inventada por el primero, voluntarioso autor, sobre tres personajes femeninos en disputa frente a un cuadro que era un árbol con ansias de mucho más, con cara humana reivindicadora de cielo y raíces bien profundas. Una hizo de Altura de Miras; otra, de Ley de la Gravedad; y la última, de Imaginación. En su diálogo frente a la pintura, no sólo concluimos que por encima de su lucha pululaba el amor creador, sino que el Aula de la Experiencia, a la que pertenecen, debe estar orgullosa de la iniciativa de sus alumnos.



Cipriano Galván vino al Parnaso por primera vez. Llegó con sus nervios de exseminarista hechizado por la torre de su pueblo. Pero luego notó que su lugar en el Patio había sido horadado por el interés de todos por absolutamente todo. Cipriano pinta la torre de Santa María la Blanca casi a diario. Cuando termina su trabajo de albañil, toma su sillita playera, sus lápices, su cartulinas y busca acomodo en algún punto peregrino del extrarradio palaciego, para pintar el campanario desde una perspectiva distinta. Tiene miles de estampas de la torre. "Cuando nací fue lo primero que vi, porque vivo enfrente", dijo, y añadió: "Y os aseguro que es algo grande". Su generosidad apabullante repartió las estampas entre el respetable, de modo que cada cual se llevó un instante de creación de este dibujante y pintor concentrado en una torre neoclásica que nos describió minuciosamente, después de recordar aquella exposición que bajo el título de "Pasión por la torre" le sirvió anoche de lema contagioso. 



Él mismo se contagió de pasión concatenada cuando el drone de Johnny Fernández Vela le enseñó la torre como a él le hubiera gustado verla desde pequeño: a vista de pájaro. Johnny está asociado con David Pereira, de Comunicamedia, y forman un creativo tándem para ese nuevo invento que han dado en llamar Aeromárkenting, con múltiples salidas no sólo a nivel de promoción turística, sino también con aplicaciones en seguridad, agricultura o publicidad. Johnny pilota el drone -un helicóptero pequeñito con una o varias cámaras móviles- con el entusiasmo de un niño y con la sabiduría de un profesional comprometido. Vimos imágenes de nuestro pueblo como acaso alguna vez imaginamos, pero también planos cenitales y en movimiento de una marisma cinematográfica que tenemos a la vuelta de la última esquina de nuestro pueblo; de las serranías más cercanas -como la de Ronda o Grazalema-; de la casi terminada Torre Pelli de la Cartuja... Nos quedamos con ganas de más.

Por los aires también nos llevaron dos jóvenes periodistas que se han iniciado en el oficio a través de las ondas radiofónicas. "Más allá de la marisma", se titula el programa que dirigen y presentan José Peña y Juanma Castillo los viernes al mediodía en la 107.2 de la FM. Su altura de miras consiste en no ver sólo lo que hay dentro de su pueblo, sino más allá, incluso al otro lado del planeta, porque por todas las latitudes hay palaciegos por vocación o por resignación, buscándose las habichuelas de las que nos hablan en este programa viajero que han emprendido, a todo gas, dos recién licenciados de mi Facultad de Comunicación. 



De otra facultad, la de Física, aterrizó en nuestro Patio el profesor universitario, Hijo Predilecto de Los Palacios y científico precoz José Miguel Algarín Guisado. Cuando hace más de un mes le propuse que hablara, desde la ciencia, de alturas, él me indicó que habían caído unos rayos, en aquel instante, casualmente. Luego se decidió por hablar de los rayos, de los que pueden caer en un día. Yo le propuse una multiplicación, y así nació su ponencia de anoche, Los rayos de tu vida.

Foto: Diego Mayo Santiago

Lo que no alcancé a imaginar es que Algarín Guisado lo investigara todo tan rigurosamente como sólo los hombres de ciencia pueden hacer, en la teoría y en la práctica, con sus márgenes de error, con su casuística y hasta con su laboratorio montado allí para nosotros. Nunca le agradecerá este pueblo lo suficiente a este joven llamado a estar en lo más alto de la Ciencia mundial que nos trajera de su departamento una bobina de tesla. El respetable de anoche comenzó a tomar conciencia del prodigio cuando, tras su didáctica exposición para explicarnos la Tierra como un simple circuito con pilas, vio en directo un rayo, un rayo de verdad, allí mismo, delante de nuestras narices. Y no conforme con ello, el rayo terminó dándole corriente a un fluorescente que se encendió de verdad, allí mismo, sin enchufe y sin cable, sino con la magia creíble de la ciencia demostrada.



Luz trajo también, pero melódica, la artista Manuela Moguer, acompañada de su sobrino, el también artista José Miguel Durán, a la guitarra. José Miguel nos cantó por bulerías y tangos hace un par de parnasos. Ayer llegó con la pierna chunga por su pasión futbolera, pero la cojera no le impidió tocar la guitarra como un profesional. Su tía demostró por qué los artistas como ella son tan inconformistas, por qué no sólo se conforman con recitar para meterse al público en su pecho, sino que además tarareó para mecernos en su melena rubia y terminó cantando para llevarnos con ella, alma adentro, con unas sevillanas personalísimas que jugaban con otra alegoría, la del sueño de convertirnos en sangre gitana, por ejemplo, frente a una guitarra que soñaba con ser mujer, seguramente una mujer como ella, de raza y de pasión. 



Paco Corbacho fue quien más alto llegó en la noche, literalmente, porque apareció de súbito con sus zancos, a la altura del techo. Corbacho ha hecho de todo en el mundo del cine, del audiovisual, del teatro, del circo, del espectáculo y de la animación. Dirige empresas culturales casi desde que echó los dientes, y ayer, desde su altura espectacular, nos dio una clase del peligro como clave espectacular para trapecistas y otros artistas del circo, no sólo con referentes actuales como el del Circo del Sol, que recomendó encarecidamente, sino con ejemplos históricos desde que en la China inmemorial a alguien se le ocurrió atravesar un río utilizando zancos como los suyos. 

El postre de la noche, pasadas las once, lo pusieron Sergio Román, realizador y muchas cosas más, y Míriam Estévez, psicóloga que anoche se estrenaba en nuestro Parnaso. Estoy seguro de que repetirá, no sólo porque ella quiera, sino porque los demás se lo exigiremos. La ponencia de ambos en torno a la psicología de los personajes en el cine y particularmente en Ciudadano Kane mereció más tiempo, porque nos tenía a todos inmersos en la potencia psicológica de cómo el cine -nos trajeron otras películas como la simpar Sin perdón- es capaz de tanto con simplemente planos, luces, apenas acciones. 



Al filo de la madrugada, pensamos lo de siempre: ¿cómo vamos a hacer para que el próximo Parnaso, el XII, nos salga mejor aún?







martes, 28 de octubre de 2014

La corrupción nuestra de cada día

Dánosle hoy. La corrupción nuestra de cada día es el pan del desayuno diario, porque uno tiene ya predisposición auditiva, al subirse al coche, al entrar en un bar, al amanecer, a oír a quién le toca hoy, a quién ha cazado esta Justicia nuestra tan aleatoria no tanto porque no sepamos a quién le puede caer el peso de su ciega espada como porque esperamos cada mañana que el color de la víctima cambie. Si hoy le toca a un derechón, mañana le toca a un sindicalista. Si pasado se descubre a uno del PSOE, al día siguiente sale a relucir algún miembro de esa casa azulona de azul pavo renegrido que es la Casa Real. De momento sólo se libran los que no han conocido poder, los inmaculados de la periferia parlamentaria que aún no han pisado moqueta ni manoseado presupuestos. Por eso, tal vez, podemos esperanzarnos. Podemos o debemos, porque la esperanza es lo último que se pierde y porque el barro con que están hechos los corruptos, los corruptores y los precorruptos es nuestro mismo barro. No nos engañemos. 



Con la corrupción acechándonos, el espectáculo más espectacular es el de este cínico heroísmo de quienes se hacen los independientes o los despistados o los caídos de un guindo. Fíjense en nuestra Esperanza de toda la vida, o de toda la democracia, pidiendo perdón por lo que hacen sus compañeros, como una farisea dando gracias al Señor en el templo por lo buena que es ella y lo malos que son algunos. Si es que hay que ver, Señor Señor. Fíjense en Rajoy, pidiendo perdón por los corruptos que él, ingenuo con su purito de antes, llegó a nombrar. Fíjense en el Rey, maestro de maestros, pidiendo perdón en el pasillo de un hospital, como otro ciudadano más, con sueño atrasado, esperanzado sin duda, con ojeras, en que ya no volverá a ocurrir. Solucionado. 

Con esta justicia de robagallinas, tan minúscula, los ajusticiados seremos nosotros, los desesperanzados, los que no tenemos compasión, los que consideramos muy poco el valor de pedir perdón, este eficiente deporte de moda. Ya veremos en noviembre del año que viene. Ya veremos entonces, en ese mes de los muertos, a quién le toca morir. Y sin confesión.


  • Este artículo se publica asimismo en la edición del 31 de octubre de 2014 de El Correo de Andalucía.


domingo, 12 de octubre de 2014

¡Vivan los españoles!

El día de la Hispanidad, que se celebra hoy, es también el día de la Guardia Civil, de la Virgen del Pilar, de la Raza Española, de la Bandera y no de no sé cuántas cosas más cortadas por las mismas tijeras de una España que, siglo tras siglo, tuvo siempre en más consideración a los símbolos que a las personas. En este sentido, lo que literalmente se celebra este 12 de octubre es que España (antigua Hispania) descubriera a América el 12 de octubre de 1492 para incorporarla a su Corona. En esa literalidad radican varios engaños sobre los que tal vez se sustentan algunos de los disgustos por los que tantos españoles no se identifican con la fiesta llamada nacional -aunque también aquí albergamos dudas porque ese apellido ya se lo han apropiado los amantes de otra barbarie igual de hispana. En primer lugar, aquel día de finales del siglo XV no fue España quien descubrió América, pues España como tal aún no existía, sino la "Castilla miserable ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora..." que habría de denunciar Antonio Machado antes de que también él tuviera que abandonar aquella España -entonces sí, ya España, España con connotaciones de otro falso libertador- camino del exilio breve y la muerte garantizada en Francia, ese otro país donde el orgullo patrio funciona mejor; por algo será. En segundo lugar, América no era descubierta como tal porque América ya existía e incluso la habían descubierto por otro lado otros previamente. América tenía sus lenguas, sus culturas y sus gentes. Pero ya se sabe que esto de los descubrimientos hay que entenderlo siempre en función de la capacidad intelectual del descubridor, y cuando éste carece de ella no sólo cree con fe lo que no puede entender con razón, sino que obliga por la fuerza a que la creencia sea generalizada. Pasados tantos siglos, la fe bruta parece haber triunfado sobre la intelectualidad civilizada de algunos solitarios que murieron en el intento de descubrir también otras cosas, como por ejemplo una pizca de humanidad en sus correligionarios y sus paisanos, como le ocurrió a Bartolomé de las Casas, tan fuera de lugar en la fiesta de hoy. 

Luego llegaron otros advenedizos como la Benemérita o la Virgen de Zaragoza, con sus razones específicas, que aprovecharon la grandeza de un día engrandecido para engrandecerlo aún más. Franco se dio cuenta de todo y como era muy estratega no tanto para la guerra ni para la paz sino para estas solemnidades, terminó de hacer del Día de la Hispanidad una fiesta de inexcusable rojo en el calendario en 1958, después de que Marshall recorriera Europa y a nosotros su excusa de risa nos dejara tan sólo una película inteligentísima de la que nada se enteraron ni Marshall ni Franco. De modo que hoy hace 56 años que el Día de la Hispanidad es lo que es. 


Muchos amantes de la bandera y otros símbolos o difuntos echan de menos más boato en un día como este, y más entusiasmo de sus paisanos. Al menos salen a la calle los Ejércitos, los Reyes y sus fans y hasta la cabra de la Legión, que no es poco. Pero no se conforman, porque deducen que a la ciudadanía en general ni fu ni fa. Tal vez echan de menos aquellos tiempos en que la ciudadanía demostraba otro agrado, olvidando que entonces la ciudadanía estaba tan disciplinada a base de palos (o fusilamientos) que sabía muy bien cuándo entusiasmarse. Ya no. Esto de la democracia es lo que tiene.

Y entonces apelan a otros países patrióticos, como EEUU o Francia, qué se yo, donde la bandera y el día nacional son cosas plenamente compartidas, para que aprendamos. No siendo cierto del todo, es verdad en parte. Pero como algunos esgrimen, no somos Francia o EEUU. Somos España, o mejor dicho, somos españoles. Para empezar a ser estadounidenses o franceses tendríamos que empezar a asemejarnos en sus sueldos, que es el primer eslabón del pensamiento, no porque lo dijera Marx sino porque lo demuestra todo el mundo, incluso los franceses y estadounidenses. Y después del sueldo, tendríamos que parecernos también en su celebración del patriotismo integrador, de la educación, de la ciencia y de la cultura, que son la base real -es decir, orgullosamente metafórica- de eso que llaman patria. 

En Francia, el amor a la patria pasa por una Revolución de los de abajo para terminar con los privilegios del Antiguo Régimen, y eso crea afecto. En EEUU, el amor a la patria pasa por una lucha por la independencia más otra lucha por la libertad y la igualdad de razas. Aquí no ha habido nada de eso. El problema de aquí -consolidado por nuestro actual Gobierno- es que siempre se han creído que el patriotismo se construye desde España hacia abajo, es decir, a los españoles. Y es justo al revés. El día en que empecemos a construir patria empezando por los españoles hacia arriba, es decir, hacia la bandera, enseñando Historia y Ciencia y Cultura en general con un mínimo de rigor y autocrítica incluso desde el telediario, entonces empezaremos a ser todos patrióticos, tanto o más que los patrióticos de hoy. Pero lo mismo ese día cambian las tornas y entonces los antipatrióticos son ellos. 


lunes, 29 de septiembre de 2014

Otro carguito: la bandera

Ahora que el Tribunal Constitucional le ha recordado al PP la incompatibilidad de ser alcalde y parlamentario a la vez, el partido del Gobierno, que no pierde puntada en el afán aglutinador de los suyos, se inventa un nuevo cargo para que lo desempeñe la segunda del Ejecutivo, la todopoderosa Soraya Sáenz de Santamaría: el de centinela de la Bandera de España. La vicepresidenta es, desde que el pasado viernes lo publicara el BOE, la guardiana de la enseña nacional, y aunque seguramente el nuevo título no sea sino un aviso para navegantes dirigido a los tripulantes del proceso independentista catalán, no deberíamos subestimar la potencia de los símbolos. Un servidor les concede tanta importancia que hasta me asustan, máxime viniendo de un gobierno tan dado a hipervalorar el simbolismo patrio, incluso por encima de la misma patria entendida no como el conjunto real de los ciudadanos españoles, sino como entelequia más valiosa que las personas.


           
            Hasta ahora, la defensa de la Bandera no era competencia de ningún miembro del Gobierno, ya que su custodia venía marcada por la llamada “Ley de la bandera”, de 1981, el año del Golpe. Según aquel texto, “la bandera de España simboliza la nación: es signo de la soberanía, integridad y unidad de la patria”. Pero parece que aquella ley es ya insuficiente y el Ejecutivo de Rajoy quiere dar un peligroso paso más.
           
            Nombrar a una ministra responsable de la bandera nacional me recuerda fatídicamente a esa apropiación indebida que hizo el Franquismo de la enseña de nuestro país hasta el punto de que, casi un siglo después, los españoles sin un color acentuado seguimos viendo en nuestra bandera una marcada señal de derechas, innecesariamente. Menos mal que la selección nacional de fútbol, con sus goles, su simpatía y el carácter bonachón de aquel seleccionador con maneras de abuelete, nos redimió los colores en los años del boom. En España, nadie ha hecho más por la restitución simbólica de nuestra bandera que aquellos futbolistas que agarraban su mástil sin complejos, que inundaron de camisetas nacionales los patios de los colegios y que eran capaces de entonar el himno patrio sin más connotaciones que las derivadas de la sana deportividad que no encuentra enemigos sino adversarios.


            Los símbolos, como las armas y hasta algunas letras, también los puede cargar el diablo, sobre todo ese demonio populachero tan presto a tornar los concienzudos decretos gubernamentales en fáciles explicaciones tabernarias. Si ahora hay alguien en el Gobierno con un cargo más, ya se sabe que cada cargo viene acompañado de su estipendio y su correspondiente personal estipendiado. Será o no, pero la calle se cree –y vota- lo que le da la gana. Al menos mientras la democracia tenga más de real que de simbólica. 

martes, 16 de septiembre de 2014

Embestida hacia el pasado

Dicen que de 1534 -mientras el sevillano Bartolomé de las Casas emprendía una lucha irreversible a favor de los indios como seres humanos y el toledano Garcilaso de la Vega cantaba en églogas italianizantes su amor imposible- datan las primeras referencias a ese espectáculo salvaje que ayer mismo seguía llamándose Torneo del Toro de la Vega. Es muy probable que tales referencias escritas fueran ya muy tardías, de cuando el Renacimiento posibilitó incluso dejar constancia de las barbaridades que el Medioevo había sostenido a lomos del mítico embrutecimiento del que no se libraba ni el campo en el que tuvo lugar el mayor repartimiento del mundo, del globo mismo en planeta entre los Estados más poderosos de entonces que cabían pese a sus ciegas ambiciones en la misma Península de toda la vida. Pues ayer, cinco siglos después y hasta con el mismísimo gobierno franquista suavizando la vergüenza nacional –se prohibió la muerte del animal entre 1966 y 1970-, este torneo, que no tiene nada de tal si se considera el medio millar de lanzas para acorralar al bicho, volvió a metaforizarnos como país en medio mundo incluso ahora que ya ni soñamos con repartirnos nada. 




Un toro matado a pinchazos; españoles llorando de rabia frente a españoles destilando odio en sus malditas sonrisas; y las fuerzas de seguridad del Estado evitando enfrentamientos, es decir, amparando la barbarie oficial. Ayer en Tordesillas no se firmaba ningún tratado ni se repartía el Globo, pero Goya, ausente, ha vuelto a retratarnos como indeseable oscuridad del mundo. Los telediarios ofrecieron como otra noticia tópica de final de verano el aguafuerte de muchedumbre, polvareda, lanzas, gritos, sangre y toro muerto. Y en esa silueta negra de astado vencido se alzaba victorioso nuestro empecinamiento patriótico contra el humanismo, la progresía y un futuro en el que avergonzarnos menos frente a nuestros hijos; esta España inferior que seguimos siendo, en profecía machadiana, orando y embistiendo cuando nos dignamos usar la cabeza. Desde Tordesillas se disolvió la masa, hasta el año que viene. Ya pasó todo. Los animalistas para un lado y los animales para otro.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El año que nací yo

Supongo que, como todo en la vida, también el nombre de los años, es decir, esa numeración de cuatro dígitos que vemos escrita, va cambiando a nuestra percepción conforme pasan precisamente los años. Nuestros abuelos no tenían en demasiada estima el año en que nacieron. Quiero decir que casi nunca lo mencionaban porque supongo que no les era para nada trascendente. Ellos se agarraban más bien al año en que fueron llamados al servicio militar, la mili. Y hablaban de la Quinta; el año en que un grupo de quintos fueron juntos a, en muchos casos, el único viaje que iban a hacer en la vida, que unas veces era a la aventura exótica del Sáhara y otras, una cómoda excursión a El Copero, de donde se iba y venía en bicicleta. Luego se llevaban toda la vida ya recordando lo que hicieron o dejaron de hacer en la mili, e incluso sus vidas se dividían ya para siempre en dos: antes y después de la mili, licenciados, como ellos decían, con un léxico extraño que a mí siempre me sonaba más a latinoamericano que a de por aquí pero que ellos pronunciaban muy serios, con dos cojones, como les habían enseñado aquellos otros señorones serios de allí a los que, medio siglo después, seguían recordando como mi coronel, mi teniente o mi sargento, de quienes se acordaban con nombres, apellidos y graduación completa, aunque los señorones los miraran a ellos como moscas confundibles que revoloteaban hambrientas cada catorce meses por el cuartel...

Los que empezamos ya a no ir a la mili, sí tenemos en algo más de estima el año en que nacimos. Yo lo hice, o me lo hicieron -como decía Clarín, "me nacieron en Zamora"-, en 1979. En los años 80, cuando yo era un niño, 1979 era para mí un año cercano, accesible si pudiera decirse pese a ser pasado, tangible, familiar. Mis padres se habían casado un par de años antes y aquella década no tenía, entonces, ese halo de cuéntame que tiene hoy. Hoy dices "1979" y suena a franquista más o menos. Suena a gris, a ropa usada muchas veces, a tele con dos cadenas, a muchas mujeres con rebeca, a ambulatorio de pueblo llamado entonces consultorio, en el que te daban el número en un papelito al entrar, con olor a desinfectante y miedo a jeringuillas esdrújulas, que no existirán, pero que a mí me sonaban así de contundentes, con ese soniquete malvado que hacían las dosis de cristal mientras el practicante las movía haciéndolas rodar sobre las palmas de sus manos y el anillo de casado. 

Hoy pienso en 1979, el año que yo nací, y me suena a libro de Historia, a Transición, a coros de músicos represaliados cantando horteras canciones de libertad. Estoy a punto de cumplir los 35 y me acuerdo más que nunca de Gil de Biedma y de aquel poema suyo titulado 'No volveré a ser joven', escrito justamente a sus 35 años..., y me veo a mí mismo, sin escribir un poema similar pero repitiéndome mentalmente el comienzo del suyo: "Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde". 

viernes, 22 de agosto de 2014

Tontas, muertas, provocadoras o dependientes

Parecen los perfiles femeninos que contempla el Gobierno, a la luz de sus consejos para que las mujeres no terminen violadas, supongo que a excepción de sus ministras, que seguramente son muy vivas e independientes. La lista de recomendaciones evidencia que se ha asumido que, como el peatón frente al tráfico, no es sólo que la mujer tenga siempre las de perder, sino que es ella quien tiene la culpa, especialmente por ser mujer frente al desmadejado y comprensible instinto del hombre, desconsideradamente provocado. Recuerdo haber oído en casa de mi abuela, en el aire enrarecido y machista de la época, que los hombres no son de palo. "Es que un hombre es un hombre, no es un palo", decía alguna mujer, y a mí me quedaba, de niño, el desasosiego de no entender la perogrullada,; más tarde, la morbosa cosquilla de atisbar algo; y ahora, la alucinación de que, en esta guerra cóncava de géneros, no es que hombres y mujeres converjamos hacia el ser personas, sino que los hombres divergen de los palos y las mujeres, de ser apaleadas. Y mientras las mismas potencias gubernamentales se esfuerzan hipócritamente en promocionar eso que ahora llaman valores transversales, que incluye la Igualdad -así con mayúsculas, incluso para bautizar otro ministerio-, por otro lado, simultáneamente, asume la cuenta la vieja, con la boca pequeña, de una desigualdad presuntamente por naturaleza. 




Con lo cual, lo más pragmático que encuentra es convocar a sabios de toda ralea para hacer un listín que quepa en el bolso, muy práctico -de usar y no tirar jamás-, al estilo del que la abuela confeccionaría para Caperucita. "Si vive sola, no ponga su nombre de pila en el buzón". No es del cuento del lobo, sino de las recomendaciones oficiales. "No haga auto-stop ni recoja en su coche a desconocidos". Tampoco es de la monserga de nuestros papás, sino oficial oficial. El decálogo añade que si es de noche, la mujer ha de evitar una parada solitaria de autobús, y si se sube y no está muy concurrido, debe sentarse cerquita del conductor. No me invento nada, aunque yo creería que sí si lo leyera de otro que no fuera el Gobierno. Lo de los silbatos tiene su gracia macabra, porque asegura que en países europeos -como una garantía de que lo que se está diciendo no es una españolada, o sea, una catetada, sino que lo hacen los modernos- se utilizan para espantar al previolador. Y se añade: "Considere la posibilidad de adquirir uno", como quien te dice: "Háztelo mirar" o "Yo que tú me lo pensaría"... o quien te anuncia un silbato en la teletienda y acto seguido te agobia con dos números telefónicos parpadeantes e incluso te promete en última instancia dos silbatos por el precio de uno si llama en los siguientes cinco minutos. La mujer, según estos consejos, ha de mirar a su alrededor antes de aparcar, e incluso observar el interior del vehículo antes de abrirlo. "Evite entrar en el ascensor si está ocupado por un extraño", añaden las recomendaciones en el colmo del humor negro, reduciendo la posibilidad femenina de usar el ascensor a su bloque de vecinos, y no siempre, pues a cada rato llega un cuñado del quinto o un amigo del hijo del segundo al que no conoce de nada y entonces, claro, a subir a patas, que el ejercicio siempre es sano.

Bromas aparte, el asunto es lo suficientemente serio como para considerar que si hay algo de depuración ciudadana en la élite política y por ende en las Administraciones, y el resultado es este catálogo de chistes machistas de mal gusto, en la calle el problema -quiero decir el machismo recalcitrante- campa a sus anchas, y quien dice en la calle dice en las tiendas, en los colegios y en los salones de cada casa desde los que se mira el mundo a través de los turbios visillos de otra época. 



jueves, 21 de agosto de 2014

Para viejos

Volví una y otra vez sobre una fotografía en la que se nos veía a ambos sobre unas rocas prominentes. Nosotros, escuálidos como dos tontorrones dejándose fotografiar, en aquella época en que a nadie se le ocurría sacar un móvil para ello. Conil, verano del 97. Volví sobre la foto porque él me dijo que había puesto unos cuantos kilos de más, lo cual era evidente, pero la evidenciadora imagen lo evidenciaba más, tal vez dolorosa, tal vez objetivamente.

Hace unos días volvimos a vernos, en otra playa cercana, sin rocas, sin camping, sin tantos sueños propios, sino delegados en los críos; con más kilos los dos, con un piso él recién adquirido, como esa burguesía que detestaba Gil de Biedma formando parte de ella. 

Hablamos del trabajo, de las inmobiliarias, de los demás, como las personas mayores. 

Al cabo del día, me duché, subí al coche, tomé la autopista, regresé al hogar. Y me recorrió un escalofrío al recordar aquel atardecer remoto en que nosotros, los de antes, saltamos al arcén desde un autobús de Los Amarillos que casi no se paró volviendo de Conil. Nosotros, los de antes, media vida después, recordando juntos sin decirnos nada aquel atardecer en que subimos el puente, por la loma, andrajosos, para entrar en el pueblo como náufragos de la juventud. 


domingo, 17 de agosto de 2014

Si lo acaricias, no hace nada

A mi hijo le encantan los paquetes de animales de plástico, de esos que mi madre me compraba cualquiera sabe dónde cuando yo era como él, de esos mismos que venden aún en bolsas a granel y que, una vez esparcidos en el patio, contribuyen a un arca de Noé de los más variopinto, pues en los juegos infantiles conviven con la mayor naturalidad del mundo patos con leones, caballos de las grandes praderas apaches con dinosaurios y jirafas con conejos y otras especies de granja. Lo mejor es que el niño no percibe contradicción alguna en poner a un perro con una pantera a beber en un imaginario abrevadero. Son amigos. Todos los animales y él.

También le encanta establecer comparaciones de facultades. Por ejemplo, le rechifla asegurar que el guepardo corre más que un mercedes, o que el elefante tiene más fuerza que una grúa, o que el delfín es más inteligente que yo. Siempre lleva razón.



Pero lo que más me sorprende y encanta es que nunca cae en maniqueísmos con los bichos. Ninguno es bueno ni malo, sino simplemente animales. "Pero ese dinosaurio muerde" o "Ese toro es peligroso", le dice cualquiera. "No; si lo acaricias, no hace nada", contesta él, que tiene cuatro años y una fe inconmensurable no sólo en nuestra igualdad animal en este reino del mundo conocido, sino también en la fuerza del cariño como antídoto contra la violencia. 

Por eso no soporta que asusten a los perros ni que espanten a los pájaros. Por eso yo le evito espectáculos atroces de la tele que algunos venden como cultura. Por eso a mí me queda la esperanza de que si nos dieran la oportunidad de empezar de nuevo, los gallos cantarían de otra manera. 

Espero que cuando tenga capacidad de hacer zapping o de darse una vuelta por esta vieja España, el Toro de la Vega sea una de esas barbaries que consentíamos antes. Antiguamente. 

jueves, 14 de agosto de 2014

Princesa

Princesa llegó a Tarifa en una zodiac de juguete. Es una niña como mi niña: cinco dientes, muy morena, o negra, qué más da, a la que los ángeles de la Cruz Roja dieron apiretal, un bibi.. y arroparon con una manta tras secarle cuatro lagrimitas. Aunque nadie sabe cómo la llamaron allá, acá la llaman Princesa, como aquí le decimos a mi niña. Es prácticamente igual, salvo que no tiene padres ni papeles ni un gobierno en ninguna orilla. 

Dicen las crónicas que se tomó del tirón dos biberones de leche, y que su destino más probable, si no la reclaman sus progenitores desde tan lejos, es un centro de internamiento de extranjeros. Las tres palabras suenan demasiado severas para unos ojos como los de Princesa: centro, internamiento, extranjeros. En realidad, todas las palabras que necesitaría en este nuevo mundo, al que llaman Primero frente a la tercería del suyo, suenan demasiado graves para su pequeña historia: pasaporte, ciudadanía, derechos, consulado, documentación, asesoría, por ejemplo. No sólo suenan graves, sino feas. Contrastan con su bellísimo rostro de ébano maltratado. 



No sabemos dónde nació ni cómo. No sabemos qué escalofríos recorrerán ahora las entrañas de su madre. Ni qué intensidad tendrá la esperanza de encontrarla. Ni cómo las lágrimas de los suyos, en una lejanía feroz, se confundirán saladas en tantas pleamares para nada. 

Sin embargo, sí se conocen el procedimiento, la burocracia, el sistema, la legislación y demás vocablos polisílabos que suenan como incomprensibles martillazos sobre unos deditos que no alcanzaron a agarrarse a los trapos de su mamá. Puede haber millones de personas en el mundo que la quieran, la deseen, a las que no les importe ya, sin más, ahora mismo, quedarse con Princesa para convertirse mágicamente en reyes de la humanidad. Millones de corazones anhelantes, bombeando amor al son aterciopelado del corazoncito de Princesa. 

Que ninguno de ellos pueda más que las leyes promulgadas sin corazón -desde la frialdad limpia y ejecutiva de los parlamentos- nos hace perder la ilusión en el género humano. Somos más géneros que humanos y, como todo género, también los humanos nos agrupamos -o nos agrupan- en primera, segunda, tercera y aún peores calidades. En nuestro caso es tristísimo que el valor sea siempre inversamente proporcional al precio. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

Una calle para El Sillero

Cuando Florián Luna llegó desde su pueblo extremeño a Los Palacios, en el insólito año 54, no tuvo tiempo de imaginar que 60 años después daría nombre a una calle de este municipio de adopción, porque aquel año en que el cardenal Segura estuvo a punto de excomulgar a los palaciegos por unos ‘bailes agarraos’ y hasta nevó –tal vez la única vez en todo el siglo- fue el mismo en que él comenzó a trabajar de sol a sol, no sólo en la marisma desalinizada, sino incluso en la construcción de las escuelas parroquiales, de cuyos palos viejos sobrantes se hizo una choza de pasto y cañabrava en la única barriada del pueblo tan pobre como para acoger en la misma lucha contra el hambre al cura Don Juan Tardío y a él. Ya para entonces, Florián y su mujer, Guillermina, no sólo habían tenido a sus nueve hijos, sino que su hogar en El Cerro se había convertido en el centro tan neurálgico como clandestino de la prensa y la cultura prohibidas.

Valme Luna, nieta de El Sillero, en la inauguración de la calle.

            Aprovechó que su tío le había enseñado de chico a trabajar la anea para dar forma a las sillas y al oficio que han heredado algunos de sus hijos. Por eso la casa de El Sillero se convirtió muy pronto en sitio de referencia para quienes preguntaban por cualquier cosa en el barrio. Florián Luna no desempeñó cargos relevantes en el Partido Comunista, pero fue un nombre imprescindible en la lucha contra el franquismo en una zona de Los Palacios que vivió una transición más larga y dolorosa que las demás. El Cerro, en el confín del Pradillo, fue durante muchas décadas un lugar por donde no evitaban el paso solamente algunos buenos samaritanos.


            La barriada donde vivió Florián Luna casi toda su vida, hasta que falleció en 2009, haciendo sillas de anea y viendo crecer a sus hijos al compás de las libertades, ha sido siempre tan humilde que la calle que el Ayuntamiento le asignó ayer, tras una recogida de firmas de los vecinos, no tuvo nombre nunca. Antes de descubrir la placa, Valme Luna, una de sus 24 nietos, recordó que su abuelo, con solo 15 años, tuvo que hacerse cargo de todos sus sobrinos mientras sus hermanos luchaban en la Guerra Civil. Y que el día de su boda no pudo matar una cabra para el banquete porque a su suegra le había salido un marchante de todo el rebaño el día anterior. El hijo del homenajeado, Máximo Luna, que descubrió la losa junto al alcalde, Juan Manuel Valle, no contó que tuvo que huir a Barcelona –de donde llegó ayer- por ser un miembro activo del PCE. La memoria histórica siempre se cuece a fuego lento.   

  • Este reportaje se publica hoy en El Correo de Andalucía

lunes, 11 de agosto de 2014

Calores de san Lorenzo

Ayer, 10 de agosto, fue San Lorenzo, pero no me acordé, seguramente porque el remojo en Sanlúcar paliaba el calor y la memoria. Hoy sí me he acordado, porque la festividad de este santo al que quemaron vivo en una parrilla constituye en mi vida una de esas efemérides difíciles de olvidar desde que me la ilustró Manolo Bobillo, un cura paisano que venía todos los veranos a decir misas en la parroquia de nuestro pueblo y al que apodaba todo el mundo, por detrás y casi por delante, Si lo sé no vengo. El mote era el nombre de un programa televisivo que ya entonces había pasado de moda, pero que a él le venía que ni pintado porque era realmente lo que pensaban los feligreses cuando entraban en la iglesia, rezagados, y veían que el oficiante era él. 

"Si lo sé no vengo", mascullaban muchos con una media sonrisa tontona, y aunque yo no era más que un mocoso, no tardé en darme cuenta de su sentido, porque los bostezos que se concatenaban durante su larguísima homilía no dejaban lugar a dudas de la malicia popular. La gente prefería una misa ligerona y por cumplir, una eucaristía de esas de apenas 20 minutos a la carrerilla que les permitía ponerse a buenas con Dios en un periquete. Pero Bobillo no tenía prisa. Era un hombre sin prisas. Dentro y fuera de la misa sudaba una barbaridad. Al menos durante el larguísimo verano -comparable a sus sermones-, yo siempre lo vi empapado como si acabara de salir de una piscina. Apoyaba la cabeza sobre un lado y sonreía lánguidamente. Lo hacía cuando predicaba y cuando escuchaba a cualquiera. En las tempraneras misas de Los Remedios, tomaba su pequeño misal de papel biblia y bajaba del altar, a la altura de las bancas. Se tomaba su tiempo para empezar. Miraba a los ojos a algunas personas. Se balanceaba sobre su cintura de obispo oficioso y daba pequeños pasos a izquierda y derecha. Sonreía sin prisas, y sin prisas comenzaba una introducción sobre la palabra de Dios de aquel día que a veces derivaba en asuntos que nada tenían que ver con la exégesis esperada, o tenían que ver muy tangencialmente, forzando la relación. Luego regresaba inversamente por el mismo argumento peregrino que había emprendido y volvía al punto de partida, que era como el principio de todo, con lo cual los asistentes tenían la sensación, al cuarto de hora de homilía, de que aquello no había empezado aún. Al poco comenzaban los resoplidos. Yo, sin embargo, disfrutaba. Supongo que porque con ocho o nueve años tampoco se conoce la prisa, afortunadamente. 

Martirio de San Lorenzo, una pintura de Goya.

Una tarde de un 10 de agosto, de hará 25 años, Manolo Bobillo me dijo muy serio y muy didáctico que aquel día se celebraba a San Lorenzo, y que era el día más caluroso del año porque al mártir lo quemaron vivo en una parrilla. Yo no sólo me creí literalmente el martirio del santo, con lo que estuve días imaginando al condenado chillando entre gritos insoportables de oír, sino también que cada 10 de agosto fuera, directamente y sin ambages, el día del año que más grados marcaba el marcador. No sé si fue por casualidad o por algún milagro inesperado, que durante los años siguientes (los primeros 90) estuve atento cada verano al 10 de agosto para comprobar que, en efecto, el récord de temperaturas lo marcaba el 10 de agosto. Incluso desde las vísperas yo avisaba en casa de que el 10 de agosto haría un calor desmesurado. Y cuando mamá me preguntaba por qué, yo contestaba con la misma parsimonia con que Manolo Bobillo lo había hecho conmigo mientras se anudaba el cíngulo alrededor de su hiperbólica barriga: porque es San Lorenzo, y a San Lorenzo lo quemaron vivo en una parrilla. 

Dicho así, aquello parecía lo más lógico del mundo. Tanto, que mi madre no me rebatió nunca aquel argumento mágico. Y yo hoy me resisto a dejar de creerlo mientras agudizo la vista más allá de este feo mundo descreído e incandescente. 


domingo, 3 de agosto de 2014

Piscinas de antes

Ahora es una pensión el chorrito de lejía y la funda diaria que precisan estas piscinas de los chinos, enormes, mullidas, con ese falso fondo de cuadraditos azules sobre el que soñamos aventuras mejores. Pero antes, no hace demasiado aunque lo parezca, se estilaban otras piscinas caseras más fáciles de manipular. Y no me refiero ya a las de ocho patas que cabían en terrazas minúsculas como aquella que le envidiábamos a mi amigo Manolo mientras su madre hacía la faena hogareña y nosotros chapoteábamos desde fuera, sino al caldero de cinc en el que nos bañábamos como sultanes en aquella época en que el propio Manolo y su hermana venían a mi casa con los avíos estivales propios de quien recala en un hotel de categoría. El caldero lo colocaba mi madre en el centro del corral. No creo que midiera siquiera un metro de diámetro, pero supongo que éramos tan renacuajos que cabíamos hasta dos, con la ilusión de que cada cual disponía de un lado de oleaje para sí. Si uno mira hoy esos calderos, comprende que sirvieran acaso para fregar los platos. Pero uno recuerda perfectamente dejarse mecer por el agua transparente en uno de estos recipientes que conservan el gris de otra época en el que la felicidad tenía un sonido parecido al del latón. 

Un día llamó al timbre mi prima Carmen Mari, cuando ya estaba el caldero dispuesto para la tarde agosteña. Creo que no habíamos almorzado aún, y por eso yo no lo había probado todavía, no sólo porque había que esperar, por mandato materno, a que se calentara un poquito el agua, sino, sobre todo, por aquel precepto de la digestión que hoy ha caído en desgracia como tantos dogmas absurdos y tiernos de nuestra infancia. Mi prima apareció con su macuto, su toalla y hasta su bote de bronceador. Como ya venía almorzada, se sentó en una silla playera que había por allí, a tomar el poco sol achicharrante que entraba por entre las hojas de helechos, se embadurnó de aceite y se puso sus gafas de sol, como una turista de la tele aunque no tuviera más de once años. Para mí era ya una mujercita. Y me impuso tanto respeto que apenas si me acerqué por su zona de baño. Comprendí tácitamente que aquel día teníamos invitada y que ya me bañaría yo al día siguiente. Así que la estuve observando desde la ventana de la cocina como quien espía desde lo alto del muro de un hotel. Se zambulló en el caldero, con las piernas por fuera porque no cabía, se salió y se volvió a meter y así pasó varias horas mientras yo dormitaba la siesta envidiándola en mi propia casa. 


Los días siguientes disfruté más del caldero porque veía en él un objeto codiciado por la vecindad. Bien por mi prima o por Manolo y su hermana, el caso es que el caldero de mi corral se había hecho famoso. Y los niños de la calle le dejaban caer a mamá, como adultos que no quieren la cosa, si podían venir un ratito a bañarse. Por eso el caldero terminó siendo para mí un suplicio sin disfrutar. Había tardes de bullicio en que jugaban a salpicarse hasta mocosos que yo no conocía de nada. Cuando se secaban, con las patillas chorreando para volver a casa, mi madre les ofrecía una chocolatina o un bocadillo.

Y fue por esta saturación de bañistas por lo que yo empecé a tomarle más gusto a lo que llamábamos el poli. Yo entonces no sabía que aquella abreviatura se refería al polideportivo local, donde había también varias piscinas que yo no había visto aún ni siquiera desde la puente, como decía mi abuela. Pero repetía, inconsciente, aquello de "el poli", "el poli", imitando a mi prima Aurelia, que fue la que me enseñó a restregar la barriga por las baldosas mal ajustadas del patio de la abuela después de que su madre le hubiera puesto una bolsa de plástico a la cloaca para que no se saliera el agua cuando se abría la goma de regar. El patio, con su limonero en el centro, blanqueado y hasta salpimentado de gamadín para las hormigas, se inundaba de agua corriente, templada por el calor insoportable. En función de la pendiente del suelo, había sitios que alcanzaban la cuarta. Y nosotros nos arañábamos el vientre como alimañas felices que no habían llegado nunca a las esquinas de sus barrios. 


miércoles, 30 de julio de 2014

Ceros a la izquierda o a la derecha

De pequeño, en mi casa, oía mucho aquella expresión quejumbrosa de ser un cero a la izquierda para expresar alguien el descontento por la poca consideración que le tenían los demás. Antes no se utilizaban sinónimos como irrelevante o sin importancia, sino que casi todo el mundo prefería la metáfora más gráfica del cero a la izquierda. Un cero a la izquierda no vale nada, se remarcaba en clase, donde sonaban rimadas otras cantinelas matemáticas como cero al cociente y bajo la cifra siguiente o certezas cojonudas como aquella de que cualquier número elevado a cero era uno, así sin más. Ahora me resuenan muchas veces todas estas afirmaciones crónicas, de las que me ha quedado más el soniquete que la función verdadera, no sé si porque, para las matemáticas, soy yo el cero a la izquierda. 

Las matemáticas no pasan de moda, pero es curioso cómo los ceros, que no valen nada en teoría, sí cuestan más o menos en función de quien los ostente, quien los utilice, quien los coloque, incluso a la izquierda. No es lo mismo tener en la cuenta 0012 euros que 00120.000 euros. Un matemático es capaz de decirme que los dos primeros ceros no valen nada en una u otra cantidad, pero nosotros, que no somos matemáticos, contestaremos que nos parecen muchos más bellos y valiosos los ceros de la segunda cifra. Son ceros como más chic, más elegantes y bien colocados. Tienen ahí una función más estética que contable. 

Lo mismo podría decirse, volviendo a la metáfora personal, de la diferencia entre que usted o yo seamos sendos ceros a la izquierda en nuestras casas porque no nos enteramos de nada o que lo sean, en cambio, la infanta Cristina o la mujer de Pujol, por poner ejemplos conocidos. Usted puede ser un cero a la izquierda porque no se ha enterado de si su marido ha pagado los 0256 euros de la factura de la luz. Y en cambio la hermana del Rey -¡ay, cómo cambian los parentescos para que no cambie nada, gatopardos!- puede ser también un cero a la izquierda porque no sepa nada de los 05.000.000 euros que costó tal o cual propiedad, ni le interese, ya que ella todo lo desconoce por amor. Lo mismo podríamos decir de los ceros a la izquierda o a la derecha -no entremos en miserias- que desconocía Marta Fergusola. La gente grande no repara en la posición de los ceros ni le achaca a nadie -ni a sí mismos- ser ceros a la izquierda. Para esta gente, los ceros son como perlas elegantes se coloquen donde se coloquen, porque las cifras importantes siempre se rodean de ellas, de las perlas quiero decir, o de los ceros, para que nos entendamos. 

En cambio para la gente corriente, como nosotros, un cero siempre es un problema, porque o se trata de un cero a la izquierda, que ya sabemos lo que significa, o es un cero patatero de esos que nos ponían en clase cuando habíamos sido ceros a la izquierda durante las explicaciones. Para nosotros, gente corrientucha y limitada, no caben más tipos de ceros. 

lunes, 28 de julio de 2014

Caridad, Iglesia y cofradías en los albores del siglo XXI

La Iglesia tiene dos milenios. La Iglesia Católica un poco menos. Las cofradías, entendidas como hermandades establecidas conforme al Código de Derecho Canónico que dan culto a unos titulares a los que sacan en procesión –sean de gloria, de penitencia o sacramentales-, unos cuantos siglos que pueden contarse con los dedos de una mano. Y como otras instituciones religiosas cristianas, están inscritas dentro de la Iglesia, es decir, en lo que, teológicamente, se entiende como Cuerpo de Cristo. Sin embargo, cada vez más, y más intensamente en nuestra tierra, donde han llegado a proliferar y consolidarse de modo excepcional, se antojan en todo caso organismos satélites de la Iglesia; no partes de su Cuerpo, sino extensiones independientes relacionadas con ella, vinculadas a ella, asociadas, pero no constitutivas directamente de ese Cuerpo que forman absolutamente todos los cristianos. En ese sentido, se oyen esas dolientes paradojas de que alguien se confiese rociero pero no cristiano; capillita pero no cristiano; admita creer en Dios pero no en los curas. Como si fuera posible integrar ese satélite de cristiandad al que venimos refiriéndonos pero no necesariamente la nave principal del Cristianismo. Valiéndonos de nuevo de una conocida metáfora, cualquiera recuerda aquella de que la Iglesia es un barco y Cristo su capitán. Y más aún, no habrá olvidado aquella otra alegoría que presenta San Pablo en su primera Carta a los Corintios: “Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo. El ojo no puede decir a la mano: ‘No te necesito’; ni la cabeza a los pies: ‘No te necesito’. Más aún, los miembros aparentemente más débiles son los más necesarios. […] Si un miembro sufre, con él sufren todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los miembros se alegran”. Ese carácter ineluctablemente comunitario está en el origen y también en la razón de ser del Cristianismo. No obstante, también deberíamos recordar las pragmáticas palabras del propio Cristo recogidas por el evangelista Mateo: “Si tu ojo derecho te pone en peligro de pecar, arráncatelo y tíralo. […] Si tu mano derecha te pone en peligro de pecar, córtatela y tírala”.

            Sin afán reduccionista dentro de una Iglesia en la que deben caber todos los que decidan formar parte de la misma, traemos a colación, tras la invitación a escribir en este boletín de nuestra Patrona, la gravísima brecha que se abre, a nuestro entender, entre las hermandades y la propia Iglesia. Y no señalada por un servidor, que no pasaría de comentario marginal, sino por voces autorizadas a uno y otro lado de esa barrera que no debería existir. Pongamos tres ejemplos recientes y en orden ascendente de importancia.

El cronista oficial de la Villa de Los Palacios y Villafranca, Antonio Cruzado, a la sazón exhermano mayor de cofradías, abre su último libro, La hermandad de la Vera Cruz de Villafranca de la Marisma, con esta reflexión sin ambages: “Las hermandades en general y esta nuestra de la Vera Cruz de Los Palacios y Villafranca están actualmente demasiado distantes de las razones de religiosidad, fervor y caridad cristiana que hace ya cinco centurias dieron lugar a su nacimiento”.

El presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, Carlos Bourrelier, declara en una entrevista el 11 de agosto de 2013: “La Semana Santa está llegando a ser una afición sin Dios, porque en las hermandades estamos más pendientes de la música y de los costaleros que de lo que significa la salida procesional”.

El arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, dice en rueda de prensa hace sólo unos días con respecto a la aportación de las cofradías al fondo común diocesano: "Tengo que lamentar que sólo el 8% de las hermandades colaboren. No es una buena noticia. Significa que algo está fallando en el amor a la Iglesia y la pertenencia de estas asociaciones. Las hermandades son muy importantes en la vida diocesana, pero su contribución es más que modesta".

            Reformulando las palabras del arzobispo, sólo 45 de 555 hermandades de la provincia han aportado al fondo de solidaridad de la Archidiócesis lo que se espera de ellas: un 10% (el diezmo) de sus presupuestos. Reformulando de nuevo, el 92% de las hermandades sevillanas no se ha acordado de su diezmo a la Archidiócesis.  

Lejos de restar importancia a estas serias afirmaciones o de enredarlas en esa amalgama de críticas fáciles al mundo cofrade que se cuece en la secularizada calle de todos, debería articularse una rigurosa reflexión en el seno de la Iglesia y de las hermandades en torno a sus causas. Seguramente a la distancia creciente entre clero y cofradías han contribuido ambas partes, porque tan cierto es que hay hermandades que no acertaron a esclarecerse a sí mismas su cometido fundamental como que hay sacerdotes que no demostraron la sensibilidad suficiente para integrar a las cofradías en un proyecto necesariamente común en sus parroquias. Por lo tanto, el problema no es tangencial ni anecdótico sino de todos, es decir, del Cuerpo.

Partamos de que en la triple misión de una hermandad -caridad, formación y cultos- la caridad, es decir, el amor debería ocupar el mismo lugar preeminente que le otorga San Pablo cuando se refiere a las tres virtudes teologales: “Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor”. Y no lo dice sólo San Pablo, sino Cristo, en su exclusivo encargo antes de morir: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn, 13:34). Más aún, los diez mandamientos, según nos recuerda el Catecismo, “enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo”. Es solo eso. Como habría de dilucidar San Agustín: “Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas…, así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una [amor a Dios] y siete en la otra [amor al prójimo]”. Parece tan fácil que San Ireneo, ya en el siglo II, interpretó el Decálogo como una expresión privilegiada de la ley natural: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”. O sea, las complicaciones llegaron después.

Y ese amor, que es la piedra angular del Cristianismo y de la Historia de la Salvación que Dios –y Dios en Cristo- proyecta sobre la vida del ser humano, es el mismo amor que deberían rezumar, por supuesto, las cofradías como parte consustancial de la Iglesia, es decir, del Cuerpo de Cristo. Máxime en una sociedad globalizada, hipercomunicada e hipercrítica que no atiende ya a los dogmas sino a los hechos y que, por lo tanto, incluso desde fuera de la Iglesia espera, retadora, que ésta sea verdadera sal de la tierra y auténtica luz del mundo. No se trata de que las organizaciones eclesiales –como las hermandades- se conviertan en ONG, sino de que las superen, pues ya sabemos lo que Jesús de Nazaret espera que hagamos con nuestros enemigos: amarlos también. El pragmatismo social ha encumbrado a Santiago cuando en su célebre carta afirma: “Tú tienes la fe y yo las obras. Muéstrame, si puedes, tu fe sin obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”.

Seguramente se nos achacará que la labor caritativa de las hermandades es extensa y que no toda su caridad se reduce a lo que aportan al fondo diocesano de solidaridad, pero si en Sevilla sólo un 8% de las hermandades contribuye con su granito de arena a este fondo, volvemos a insistir, es que el 92% de las hermandades se desentiende de él, un fondo que administra la Archidiócesis y que va destinado a las parroquias, a sustentar al clero, a las acciones pastorales, a colaborar con diócesis más pobres y a la atención de los más necesitados de la sociedad. A cualquier hermandad, como a cualquier parroquia, sólo se le exige una décima parte de sus ingresos brutos anuales para este fondo solidario. Pues bien, nueve de cada diez hermandades sevillanas mira para otro lado.

¿Para qué lado? Pues no especialmente para el lado caritativo, aunque practiquen la caridad de otros modos. La caridad en una hermandad, sin embargo, ha de ser el principal objetivo que la mueva, porque es el principal objetivo de la Iglesia, y las hermandades forman parte de la misma. Y es la Iglesia la que principalmente ha de dirigir y gestionar esa caridad. Recordemos que es el cometido fundamental de una hermandad. Si el buen pastor mira por sus ovejas, especialmente por la descarriada, es lógico que las ovejas, especialmente las congregadas en asociación, miren por su pastor. Muchas –demasiadas- hermandades se centran casi exclusivamente en el culto, y como tampoco prestan demasiada atención a la formación, el no prestárselo a la caridad es una consecuencia.

La caridad –el amor por los demás, cristianos o no- debe mover a las hermandades si quieren ser constitutivas de la Iglesia, no meras asociaciones religiosas o folklóricas. Y esa práctica de la caridad va mucho más allá de una acción específica, de unos donativos o una recogida de alimentos. Todo ello, que está bien, es completamente insuficiente para instituciones que sustentan su particularidad en exégesis civilizadas que quisieron integrarlas en el proyecto cristiano porque contaron asimismo con su capacidad simbólica más allá del culto al tótem o la iconoclasia. Todos sabemos que el Deuteronomio lo deja meridianamente claro: “Puesto que no visteis figura alguna el día en que el Señor os habló en el Horeb, no vayáis a prevaricar y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea”. Incluso los no versados en la Biblia conocen el episodio del becerro de oro. No obstante, fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio Ecuménico (Nicea, año 787) justificó el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo y también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de los santos. Aquel concilio e incluso el Vaticano II hace sólo cincuenta años establecen que “quien venera a una imagen, venera en ella la persona que en ella está representada”. Y por eso nuestro Catecismo establece que “el honor tributado a las imágenes sagradas es una veneración respetuosa, no una adoración, que sólo corresponde a Dios”.

Llegados a este punto, si incluso ese amor a Dios o su Madre, mediante imágenes, se justifica desde la perspectiva de una plasticidad simbólica y civilizada, habremos de reconocer que la evolución de la propia doctrina social de la Iglesia es una evolución basada en el pragmatismo de la misericordia, en un abundamiento de aquel encargo del profeta Oseas (“Misericordia quiero y no sacrificios”) que desemboca naturalmente en la argumentación de Cristo que recoge el evangelista Juan: “Si alguno dice ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.


La esperanza de unas hermandades renovadas han de ponerse en buena medida en esos grupos jóvenes, más coherentes con la doctrina eclesial y mejor formados, comprometidos no sólo con el pan de todos, sino incluso con el patrimonio de todos, que tomarán las riendas en poco tiempo, en este tiempo nuevo de un Papa nuevo que se ha llamado a sí mismo simplemente Francisco, que es conocido ya como el Papa de los pobres y que está intentado despojar todas las organizaciones cristianas de la hipocresía que impide hasta el momento amar a Dios en el cielo mientras se ama a todos los hermanos con los pies en el suelo. 

  • Este artículo lo publica la Hermandad Sacramental de Los Palacios y Vfca. (Sevilla) en su boletín de las Fiestas Patronales 2014.

domingo, 27 de julio de 2014

El verano no es lo que era

Ni siquiera la calor es la misma. Antes, la calor olía y sabía a cosas. A estiércol demasiado reseco en las macetas calientes del patio, a higos chumbos reposando en el cubo del brocal, al suavizante barato con que mamá había lavado la manta o el colchón que se tendía en medio del salón, a la larga como nosotros y nuestra siesta que siempre llegaba a deshora. Pero lo peor es el tiempo, que ahora pasa escurridizo, volandero, traicionero mientras no nos da tiempo de decir que es verano. Antes, el tiempo era denso, ancho e interminable de un día de julio a otro día de julio. Uno pensaba en el estío que quedaba por delante durante la primera semana de julio y nos parecía imposible que llegara final de mes. Y no era una percepción. Era imposible. A duras alegrías, cuadernillos Rubio y siestas eternas, transcurría una semana. De modo que la promesa de papá de que iríamos un día a la Piscina de Coria era insoportable porque, en rigor, quedaba tanto verano por delante que era como prometer a largo plazo, larguísimo, para el futuro que no nos pertenecía. Parecía una excusa, un despropósito, una salida por la tangente más que una promesa.



Aunque, con el tiempo, y el olvido de la promesa, llegaba el día de la Piscina de Coria. Uno soñaba toda la noche anterior con aquellos veladores y sillas de hierro viejo y colores diversos, rotundos, desacomplejados, bajo un cañaveral enorme en el que había que esperar a tomarse un yogur, que papá cortase la tortilla hiperbólica, que nos tomáramos un refresco, un algo, antes de irnos exultantes a la piscina. Los mayores parecían disfrutar estirando nuestra paciencia de niños hasta que ya no podíamos más. Dejábamos la fanta a medias, se nos olvidaba quitarnos la camiseta, nos íbamos corriendo, volvíamos, la tirábamos allí y salíamos pitando, chancleteando, aprovechando que papá y mamá habían relajado la expresión y, sin darnos permiso, percibíamos que ahora sí, que ya nos dejarían en paz para correr a la piscina. 

No sabíamos si el agua estaba templada o fría. Cuando nos parábamos a pensarlo, teníamos que sobreponer nuestras respiraciones porque nos ahogábamos de tanto nadar de un bordillo al otro, de tocar la escalerilla suelta, de otear otros chicos con colchonetas que jamás se nos ocurrió pedir, de deslumbrarnos con los destellos del primer sol de las once sobre la superficie de unas aguas inundadas de cloro. Sólo salíamos arrugados, con hambre e hipo a la hora de almorzar. Y al atardecer, cuando volvíamos sin gasolina en el cuerpo, nos picaban los ojos de tanto buceo por los mismos fondos. En la cama, sentíamos bambolearnos entre el sueño y la sensación de un oleaje que ya no volveríamos a disfrutar hasta el verano siguiente. 

Lo de la Piscina de Coria era una vez en todo el verano. Todavía recuerdo cómo una de aquellas veces de uno de aquellos años mi hermana rompió a llorar dentro del coche, cruzando la barcaza de Coria, porque empezó a chispear. Eran goterones gordos de una tormenta camastrona de verano. Mi hermana argumentaba, entre suspiros, que para una vez que íbamos, ya era mala suerte que lloviera a comienzos de agosto. Pero mi padre insistía en que el agua era agua. Señalaba la superficie parduzca del Guadalquivir, al son sordo del motor, mientras mamá sonreía en silencio, tal vez comprendiendo que llevábamos razón en nuestra melancolía. No dejó de llover ni siquiera cuando aparcamos en aquel llano polvoriento de sombrajos mal montados, ni cuando subimos las escaleras con la nevera verde que tanto pesaba, la cesta cargada con viandas para una semana, aunque nos esperaban allí siete u ocho horas, en cuanto abrieran las taquillas, que seguían cerradas. 

Cuando nos zambullimos en la piscina, nos dimos cuenta de que papá llevaba razón, que los goterones de aquella lluvia de verano eran de la misma naturaleza que los salpicones que nos propinábamos mi hermana y yo, felices, sobre todo, porque no sabíamos aún que el verano dejaría de ser un día lo que era por aquel entonces.