viernes, 3 de enero de 2014

Cansinos sin magia

Yo no fui de los niños más remolones en descubrir que los Reyes eran los padres, pero mientras la magia duró, fue suficientemente mágica. Ahora espero que a mis hijos les dure la magia lo suficiente como para recordarla como el signo de la época más inolvidable de sus vidas, que es su infancia, este presente saturado de magia que a los niños, sin embargo, cada vez les dice menos. Es culpa de la inteligencia de los pequeños, cada vez más agudizada, pero también de estos magos de postín a los que tan fácilmente se les reconoce tras las barbas...

A mi hijo mayor, que tiene cuatro años, le solemos decir que los Reyes lo ven, sobre todo para que se porte bien. El pobre teme no tomarse el postre o no dejarse poner el pijama como un adulto porque enseguida estamos amenazándolo con los Reyes. Él mira al techo con actitud angelical y se aviene a facilitarnos la tarea. Si le falta una cucharada o hace ruido cuando la hermanita se ha dormido, sólo hace falta mirarlo con una ceja apuntando hacia lo alto para que se tranquilice. Así de chantajistas somos los padres. Así llevamos un mes. 

Pero los Reyes están tardando, este año más que el pasado. No sólo porque Jaime es mayor y su impaciencia también, sino porque las señales de Sus Majestades no se limitan ya a la Estrella de Oriente que el año pasado pintó en el cole, sino a una pléyade de colaboradores de Melchor, Gaspar y Baltasar que está poniendo en acuciante riesgo la magia de mi pequeño y la eficiencia de nuestras amenazas. Cada día hay que agrandar la magia. Supongo que es lo que ocurre con las mentiras; que sabes cuándo empiezas pero no por dónde debes seguir...

Al cole le vino un paje, o un cartero, o un heraldo, que cada día surgen nuevos títulos en esta aristocracia que arrastran tres reyes inseperables, dónde se ha vista tanta monarquía juntita y revuelta. El tal no era hombre, sino mujer. Menos mal que habló poco, porque los niños son expertos en timbres y adivinaciones... La amenaza de cargarse nuestra amenaza no hubiera pasado de ahí si a la tarde siguiente no nos hubiéramos topado con otro paje, o heraldo, o cartero, en la puerta de El Corte Inglés. El tipo, pintado de negro, había adquirido las maneras cinematográficas de los orientales solemnes, y le preguntaba a los críos cosas que no sabían responder. Al menos el mío, que estaba oyendo a los que le precedían, se volvió dubitativo hacia sus papás:

-Yo le voy a decir que a veces me porto mal y a veces bien... -nos dijo, y añadió-: o mejor nos vamos...

Lo tuvimos que retener y convencerlo de que el paje no le iba a preguntar nada de eso, y que si le preguntaba, él contestase que siempre siempre se portaba bien. Mi pequeño enarcó una ceja, sorprendido de que lo incitásemos a mentir. Al momento se volvió de nuevo:

-Pero si el paje ya vino a mi escuela, ¿por qué tengo que hablar con él otra vez?

-Es que este no es un paje, sino un cartero -le dije yo, advirtiendo la cara de impaciencia de su madre, preparada con la cámara de fotos.

-Yo le di la carta al del cole -me dijo el niño. Y era verdad; no tenía carta.

-No importa -lo tranquilicé yo-. Basta con que le vuelvas a decir lo que quieres.

-No me acuerdo de todo -me dijo él.

-Lo más importante -lo corté yo, y lo empujé hacia el tipo pintado de negro, que a saber a cuánto le pagaban la hora.

Mi niño estuvo charlando con el negro un ratito, ambos con cara de preocupación, y al final el paje, o cartero, o heraldo, le dio un puñadito de caramelos de El Corte Inglés.

En el ascensor, le pedí a Jaime que me contara qué habían estado hablando, pero él se mantuvo en silencio, como una persona mayor que guarda sus secretos.



Al día siguente, en mi pueblo, como lo habíamos animado a redactar una carta en casa, a mi mujer se le ocurrió que sería bonito que Jaime la echara en un buzón real. Él se acordó de uno que había en la puerta de una tienda de juguetes. Al llegar, en el escaparate escaseaban ya, con grandes letreros que indicaban si estaban apartados o cuánto valía. Jaime se extrañó, pero le expliqué que los reyes iban seleccionando de esta tienda y de aquella para ir llenando sus carrozas. También le extrañó tener que echar la carta en aquel buzón cuando ya le había dado la carta al cartero de su cole.

-Es que aquel no era un cartero, sino un heraldo -le dije.

-Ah -me contestó él, como una persona bastante mayor que yo.

De vuelta, por la plaza, una chica disfrazada de azafata le ofreció una carta para que se la escribiese a los Reyes. Él la rechazó diciéndole la verdad.

-Ya la he enviado.

La muchacha, de una tienda de cosméticos, me miró molesta. Pero yo le contesté con un gesto de resignación.

Hoy nos enteramos de que un heraldo real, patrocinado por una hermandad, recorría las calles del pueblo para recoger las cartas de todos los niños que quisieran entregárselas. Menos mal que hemos estado en Sevilla. Pero mañana no sé qué ocurrirá, porque el Ayuntamiento prepara otro acto de los Reyes para recoger cartas y una asociación cofrade colocará a las puertas de una parroquia a sus carteros particulares, o pajes, o heraldos, cualquiera sabe ya. 

Esta mañana, yo mismo -para hacer un reportaje para El Correo- fui a la sede de una asociación local que había organizado una merienda para niños necesitados y, de paso, recogerles las dichosas cartas. Allí no faltaban los tipos de siempre, bueno, otros -siempre son otros, distintos, y eso es lo malo-, disfrazados de moros de concurso. Y acabo de enterarme de que el mismísimo día de la Cabalgata, por la mañana, otra asociación organizará un acto parecido. Yo haré todo lo posible por evitárselos a Jaime, que con cuatro años enarca demasiado la ceja izquierda cada vez que aparece por casa un catálogo, una carta, un banner de internet con Sus Majestades de Oriente, que prometen el oro y el moro, pero nunca llegan. 

Les prometo que ningún año, hasta este, tuve tanta impaciencia por que llegara el 5 de enero. Disimular o encantar tiene sus límites. Pero los cansinos de la magia colaboran poco.


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