viernes, 18 de abril de 2014

Yo también me hice escritor por Gabo

Supongo que serán miles los escritorzuelos como yo que se tiraron a la piscina vacía de la literatura irremediable después de leer a Gabriel García Márquez. Gabo, como lo conocen quienes lo conocen de verdad, entró en mi vida gracias a un reportaje editado en libro que me prestó mi prima Aurelia titulado 'Relato de un náufrago', el cuento del marinero con cara de trompetero Luis Alejandro Velasco que sobrevivió durante diez días y diez noches a la deriva por el mar Caribe y que a mí me atrapó para siempre en las vicisitudes de su realismo hambriento frente a la puntualidad de los tiburones a las cinco y aquella tortuga amarilla que el náufrago vio en las entretelas de sus espejismos después de haber descuartizado para nada a aquella gaviota  pequeñita que a los lectores del Premio Nobel colombiano no se nos ha olvidado jamás. Era un verano de principios de los 90 y yo llevaba a mi hermana al poli para que aprendiese a nadar. Yo leía en un poyete alejado de la piscina. Recuerdo como si no hiciera más de 20 años aquellas pocas horas en que leí el Relato sintiendo la misma sed creciente y la misma desesperación de Luis Alejandro Velasco viendo ahogarse a sus compañeros mientras él agarraba su balsa. Luego, como profesor, he obligado varias veces a mis alumnos a leerlo, y reconozco que hay párrafos que me palpitan literales en mi memoria porque se me quedaron grabados de la primera vez, como aquel tiempo desproporcionadamente largo que al náufrago le parecía una hora tras la que volverían a aparecer los aviones por el horizonte para rescatarlo, o aquella obsesión que le quedó por no haber remado para donde le decía, llamándolo gordo, su campañero marinero Luis Rengifo...

Al poco tiempo, creo que acabado aquel verano del 93 -no estoy seguro-, me compré la que sigue siendo mi novela de cabecera en el puesto de Gerardo León, curiosamente muerto hace unas cuantas semanas, en el mismo año de Gabo: Cien años de soledad. Jamás he vuelto a leer un libro que me atrapase tanto como aquel editado por RBA Editores que me costó 250 pesetas en oferta de lanzamiento. Recuerdo empezarlo en mi cocina, y volverlo a comenzar una y otra vez porque me dejó alucinado aquel primer capítulo en que el coronel Aureliano Buendía descubre el hielo gracias a que su padre lo lleva a la carpa del gitano Melquíades y, en un rapto de magia narrativa, se cuenta cómo José Arcadio Buendía había perdido el juicio con los inventos que aquel gitano montaraz con manos de gorrión había traído a Macondo antes de que el patriarca de los Buendía acabara atado a un castaño en la soledad obsesiva de sus últimos días, mucho antes de que su mujer, Úrsula Iguarán, terminara escondida en los armarios por sus propios nietos, como un juguete a la deriva de su propia descendencia de nombres repetidos para ofuscación placentera del lector que ya nunca olvidará a Petra Cotes, a la Elefanta, a Remedios la Bella o incluso al pirata Francis Drake asaltando Riohacha en un siglo en que se tenía aún la costumbre de dejar barcos hundidos en los mares de la memoria...

También recuerdo terminarlo, no sé cuánto tiempo después, a la luz amarillenta de la lamparilla de mi mesita de noche, casi dormido, y confundido por aquel viento del carajo que se lo lleva todo al final de una novela que tiene tanto de quijotesca, de alegoría de Latinoamérica y de Biblia vuelta a escribir con los mimbres latinos de un realismo mágico que ya nunca me abandonaría, ni en la vida ni en la página en blanco.

La vida cambió para mí a partir de aquellas lecturas. Y mi forma de ver el mundo; mi forma de amar, de comer, de disfrutar de los pequeños detalles, de contarme a mí mismo la realidad. Tal vez el último efecto fue que me hiciera escritor, un poco por inercia un poco por imitación irresistible de quien me había demostrado que también con las palabras se cometía el soberbio atrevimiento de imitar a Dios creador. 

Sería capaz de relacionar cada novela de García Márquez con un hito de mi vida, pero prefiero recordar esos momentos en la magia cotidiana que ha destilado mi memoria selectiva. ¡Cómo olvidar aquellas horas de placidez irrecuperable en la biblioteca municipal de mi pueblo! Allí, de pie entre las estanterías, o sentado en un sillón de sky negro, leí 'La mala hora', de la que recuerdo al cura en el sopor de las tres de la tarde, y 'El general en su laberinto', cuyas campánulas amarillas del final me marcaron para siempre, y aquella maravilla de la narración sin puntos que fue 'El otoño del patriarca'. 

Casi a continuación me compré en la colección de 20 duros de Alianza Editorial aquella joyita de la narrativa breve titulada 'El coronel no tiene quien le escriba', con sus gallos de peleas y su personaje solitario encomendado a una pensión que no llegará jamás, ni siquiera tras el plato de mierda que le ofrece su mujer en la última página y que sólo muchos años después, tras leer las memorias de Gabo tituladas 'Vivir para contarla' acabé de comprender en su justa medida hedionda.

Creo que fueron en los años finales del instituto, mientras yo nacía al amor de verdad, cuando degusté, sufriente y mártir, 'El amor en los tiempos del cólera', como un Florentino Ariza cualquiera en mi soledad adolescente. Entonces cayó en mis manos una de las últimas novelas que García Márquez había publicado por entonces, 'Del amor y otros demonios', y tal vez aquel otro ejercicio de periodismo literario o de literatura empapada de periodismo en su origen me terminaron de conducir sin remedio por los vericuetos de la escritura a toda costa. Nunca me podré desprender del efecto que causó en mí la melena interminable de la protagonista muerta a los 12 años, aquella niña enamorada por los versos de Garcilaso que a Gabo le dio para un reportaje del día y para una novela de su vida, exactamente con los mismos ingredientes cálidos del Caribe. 

Ya para entonces me había leído, trayéndome el ejemplar de la biblioteca, 'La hojarasca', su primera novela, inspirada en un velatorio de pueblo que a mí me sonaba de toda mi breve vida y que me impulsó de un modo extraordinario a mi propia inspiración de base memorística. Admiré la magia del orden en la narración, que es la magia de las magias, en Crónica de una muerte anunciada, una crónica que es una novela perfecta de la que nunca olvidaremos las vísceras azules de Santiago Nasar entrando en la cocina de su perdición. Vinieron de corrido sus colecciones de cuento: Ojos de perro azul, Los funerales de la mamá grande y aquel portento de narración literaria que es La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Todavía me cuesta creer el argumento de aquella novelita corta en que una nieta que rompe la vajilla de su abuelita ha de pagarla céntimo a céntimo recibiendo las embestidas de quienes pagan por su amor bajo una carpa itinerante.



Ya en los tiempos de la Facultad, mientras constataba qué poco tenía que ver el periodismo que yo soñaba con el que me enseñaban algunos profesores erráticos por allá, cayeron en mis manos otras obras de raigambre periodística como La aventura de Miguel Litín clandestino en Chile. Algún tiempo después me compré una edición baratita de los Doce cuentos peregrinos... Y Marina me regaló con alguna bendita excusa Noticia de un secuestro, un soberbio reportaje sobre el secuestro real de una mujer en la Colombia de Pablo Escobar, el mayor narcotraficante del mundo.

Bastante tiempo después, creo que cuando volví por la biblioteca de mi pueblo para reunir horas de madrugada con que terminar mi tesis doctoral, me leí de un tirón Memoria de mis putas tristes, y constaté que Gabo tenía ya poco que contar, que lo había contado todo en unas cuantas novelas que, como él dijo en alguna ocasión, no tenían mayor mérito pues no contaban nada que no le hubiera ocurrido en su propia vida, en la misma en que decidió dedicarse al mejor oficio del mundo porque es de los pocos que no sirven absolutamente para nada, salvo para que un día uno se muera, en México, a la edad de 87 años, y el mundo no se paralice simplemente porque el testamento de una voz irrepetible esté ya repartido por millones de palabras escritas entre la literatura de sus best sellers y el periodismo del que algunos seguiremos eternamente aprendiendo. Gabo ha decidido marcharse, como un dios terreno, mágico y virginal, un Jueves Santo cualquiera, pero aquí no lo lloraremos porque nos quedan para siempre sus páginas... y porque de Macondo ya somos todos.

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