miércoles, 30 de julio de 2014

Ceros a la izquierda o a la derecha

De pequeño, en mi casa, oía mucho aquella expresión quejumbrosa de ser un cero a la izquierda para expresar alguien el descontento por la poca consideración que le tenían los demás. Antes no se utilizaban sinónimos como irrelevante o sin importancia, sino que casi todo el mundo prefería la metáfora más gráfica del cero a la izquierda. Un cero a la izquierda no vale nada, se remarcaba en clase, donde sonaban rimadas otras cantinelas matemáticas como cero al cociente y bajo la cifra siguiente o certezas cojonudas como aquella de que cualquier número elevado a cero era uno, así sin más. Ahora me resuenan muchas veces todas estas afirmaciones crónicas, de las que me ha quedado más el soniquete que la función verdadera, no sé si porque, para las matemáticas, soy yo el cero a la izquierda. 

Las matemáticas no pasan de moda, pero es curioso cómo los ceros, que no valen nada en teoría, sí cuestan más o menos en función de quien los ostente, quien los utilice, quien los coloque, incluso a la izquierda. No es lo mismo tener en la cuenta 0012 euros que 00120.000 euros. Un matemático es capaz de decirme que los dos primeros ceros no valen nada en una u otra cantidad, pero nosotros, que no somos matemáticos, contestaremos que nos parecen muchos más bellos y valiosos los ceros de la segunda cifra. Son ceros como más chic, más elegantes y bien colocados. Tienen ahí una función más estética que contable. 

Lo mismo podría decirse, volviendo a la metáfora personal, de la diferencia entre que usted o yo seamos sendos ceros a la izquierda en nuestras casas porque no nos enteramos de nada o que lo sean, en cambio, la infanta Cristina o la mujer de Pujol, por poner ejemplos conocidos. Usted puede ser un cero a la izquierda porque no se ha enterado de si su marido ha pagado los 0256 euros de la factura de la luz. Y en cambio la hermana del Rey -¡ay, cómo cambian los parentescos para que no cambie nada, gatopardos!- puede ser también un cero a la izquierda porque no sepa nada de los 05.000.000 euros que costó tal o cual propiedad, ni le interese, ya que ella todo lo desconoce por amor. Lo mismo podríamos decir de los ceros a la izquierda o a la derecha -no entremos en miserias- que desconocía Marta Fergusola. La gente grande no repara en la posición de los ceros ni le achaca a nadie -ni a sí mismos- ser ceros a la izquierda. Para esta gente, los ceros son como perlas elegantes se coloquen donde se coloquen, porque las cifras importantes siempre se rodean de ellas, de las perlas quiero decir, o de los ceros, para que nos entendamos. 

En cambio para la gente corriente, como nosotros, un cero siempre es un problema, porque o se trata de un cero a la izquierda, que ya sabemos lo que significa, o es un cero patatero de esos que nos ponían en clase cuando habíamos sido ceros a la izquierda durante las explicaciones. Para nosotros, gente corrientucha y limitada, no caben más tipos de ceros. 

lunes, 28 de julio de 2014

Caridad, Iglesia y cofradías en los albores del siglo XXI

La Iglesia tiene dos milenios. La Iglesia Católica un poco menos. Las cofradías, entendidas como hermandades establecidas conforme al Código de Derecho Canónico que dan culto a unos titulares a los que sacan en procesión –sean de gloria, de penitencia o sacramentales-, unos cuantos siglos que pueden contarse con los dedos de una mano. Y como otras instituciones religiosas cristianas, están inscritas dentro de la Iglesia, es decir, en lo que, teológicamente, se entiende como Cuerpo de Cristo. Sin embargo, cada vez más, y más intensamente en nuestra tierra, donde han llegado a proliferar y consolidarse de modo excepcional, se antojan en todo caso organismos satélites de la Iglesia; no partes de su Cuerpo, sino extensiones independientes relacionadas con ella, vinculadas a ella, asociadas, pero no constitutivas directamente de ese Cuerpo que forman absolutamente todos los cristianos. En ese sentido, se oyen esas dolientes paradojas de que alguien se confiese rociero pero no cristiano; capillita pero no cristiano; admita creer en Dios pero no en los curas. Como si fuera posible integrar ese satélite de cristiandad al que venimos refiriéndonos pero no necesariamente la nave principal del Cristianismo. Valiéndonos de nuevo de una conocida metáfora, cualquiera recuerda aquella de que la Iglesia es un barco y Cristo su capitán. Y más aún, no habrá olvidado aquella otra alegoría que presenta San Pablo en su primera Carta a los Corintios: “Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo. El ojo no puede decir a la mano: ‘No te necesito’; ni la cabeza a los pies: ‘No te necesito’. Más aún, los miembros aparentemente más débiles son los más necesarios. […] Si un miembro sufre, con él sufren todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los miembros se alegran”. Ese carácter ineluctablemente comunitario está en el origen y también en la razón de ser del Cristianismo. No obstante, también deberíamos recordar las pragmáticas palabras del propio Cristo recogidas por el evangelista Mateo: “Si tu ojo derecho te pone en peligro de pecar, arráncatelo y tíralo. […] Si tu mano derecha te pone en peligro de pecar, córtatela y tírala”.

            Sin afán reduccionista dentro de una Iglesia en la que deben caber todos los que decidan formar parte de la misma, traemos a colación, tras la invitación a escribir en este boletín de nuestra Patrona, la gravísima brecha que se abre, a nuestro entender, entre las hermandades y la propia Iglesia. Y no señalada por un servidor, que no pasaría de comentario marginal, sino por voces autorizadas a uno y otro lado de esa barrera que no debería existir. Pongamos tres ejemplos recientes y en orden ascendente de importancia.

El cronista oficial de la Villa de Los Palacios y Villafranca, Antonio Cruzado, a la sazón exhermano mayor de cofradías, abre su último libro, La hermandad de la Vera Cruz de Villafranca de la Marisma, con esta reflexión sin ambages: “Las hermandades en general y esta nuestra de la Vera Cruz de Los Palacios y Villafranca están actualmente demasiado distantes de las razones de religiosidad, fervor y caridad cristiana que hace ya cinco centurias dieron lugar a su nacimiento”.

El presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, Carlos Bourrelier, declara en una entrevista el 11 de agosto de 2013: “La Semana Santa está llegando a ser una afición sin Dios, porque en las hermandades estamos más pendientes de la música y de los costaleros que de lo que significa la salida procesional”.

El arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, dice en rueda de prensa hace sólo unos días con respecto a la aportación de las cofradías al fondo común diocesano: "Tengo que lamentar que sólo el 8% de las hermandades colaboren. No es una buena noticia. Significa que algo está fallando en el amor a la Iglesia y la pertenencia de estas asociaciones. Las hermandades son muy importantes en la vida diocesana, pero su contribución es más que modesta".

            Reformulando las palabras del arzobispo, sólo 45 de 555 hermandades de la provincia han aportado al fondo de solidaridad de la Archidiócesis lo que se espera de ellas: un 10% (el diezmo) de sus presupuestos. Reformulando de nuevo, el 92% de las hermandades sevillanas no se ha acordado de su diezmo a la Archidiócesis.  

Lejos de restar importancia a estas serias afirmaciones o de enredarlas en esa amalgama de críticas fáciles al mundo cofrade que se cuece en la secularizada calle de todos, debería articularse una rigurosa reflexión en el seno de la Iglesia y de las hermandades en torno a sus causas. Seguramente a la distancia creciente entre clero y cofradías han contribuido ambas partes, porque tan cierto es que hay hermandades que no acertaron a esclarecerse a sí mismas su cometido fundamental como que hay sacerdotes que no demostraron la sensibilidad suficiente para integrar a las cofradías en un proyecto necesariamente común en sus parroquias. Por lo tanto, el problema no es tangencial ni anecdótico sino de todos, es decir, del Cuerpo.

Partamos de que en la triple misión de una hermandad -caridad, formación y cultos- la caridad, es decir, el amor debería ocupar el mismo lugar preeminente que le otorga San Pablo cuando se refiere a las tres virtudes teologales: “Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor”. Y no lo dice sólo San Pablo, sino Cristo, en su exclusivo encargo antes de morir: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn, 13:34). Más aún, los diez mandamientos, según nos recuerda el Catecismo, “enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo”. Es solo eso. Como habría de dilucidar San Agustín: “Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas…, así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una [amor a Dios] y siete en la otra [amor al prójimo]”. Parece tan fácil que San Ireneo, ya en el siglo II, interpretó el Decálogo como una expresión privilegiada de la ley natural: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”. O sea, las complicaciones llegaron después.

Y ese amor, que es la piedra angular del Cristianismo y de la Historia de la Salvación que Dios –y Dios en Cristo- proyecta sobre la vida del ser humano, es el mismo amor que deberían rezumar, por supuesto, las cofradías como parte consustancial de la Iglesia, es decir, del Cuerpo de Cristo. Máxime en una sociedad globalizada, hipercomunicada e hipercrítica que no atiende ya a los dogmas sino a los hechos y que, por lo tanto, incluso desde fuera de la Iglesia espera, retadora, que ésta sea verdadera sal de la tierra y auténtica luz del mundo. No se trata de que las organizaciones eclesiales –como las hermandades- se conviertan en ONG, sino de que las superen, pues ya sabemos lo que Jesús de Nazaret espera que hagamos con nuestros enemigos: amarlos también. El pragmatismo social ha encumbrado a Santiago cuando en su célebre carta afirma: “Tú tienes la fe y yo las obras. Muéstrame, si puedes, tu fe sin obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”.

Seguramente se nos achacará que la labor caritativa de las hermandades es extensa y que no toda su caridad se reduce a lo que aportan al fondo diocesano de solidaridad, pero si en Sevilla sólo un 8% de las hermandades contribuye con su granito de arena a este fondo, volvemos a insistir, es que el 92% de las hermandades se desentiende de él, un fondo que administra la Archidiócesis y que va destinado a las parroquias, a sustentar al clero, a las acciones pastorales, a colaborar con diócesis más pobres y a la atención de los más necesitados de la sociedad. A cualquier hermandad, como a cualquier parroquia, sólo se le exige una décima parte de sus ingresos brutos anuales para este fondo solidario. Pues bien, nueve de cada diez hermandades sevillanas mira para otro lado.

¿Para qué lado? Pues no especialmente para el lado caritativo, aunque practiquen la caridad de otros modos. La caridad en una hermandad, sin embargo, ha de ser el principal objetivo que la mueva, porque es el principal objetivo de la Iglesia, y las hermandades forman parte de la misma. Y es la Iglesia la que principalmente ha de dirigir y gestionar esa caridad. Recordemos que es el cometido fundamental de una hermandad. Si el buen pastor mira por sus ovejas, especialmente por la descarriada, es lógico que las ovejas, especialmente las congregadas en asociación, miren por su pastor. Muchas –demasiadas- hermandades se centran casi exclusivamente en el culto, y como tampoco prestan demasiada atención a la formación, el no prestárselo a la caridad es una consecuencia.

La caridad –el amor por los demás, cristianos o no- debe mover a las hermandades si quieren ser constitutivas de la Iglesia, no meras asociaciones religiosas o folklóricas. Y esa práctica de la caridad va mucho más allá de una acción específica, de unos donativos o una recogida de alimentos. Todo ello, que está bien, es completamente insuficiente para instituciones que sustentan su particularidad en exégesis civilizadas que quisieron integrarlas en el proyecto cristiano porque contaron asimismo con su capacidad simbólica más allá del culto al tótem o la iconoclasia. Todos sabemos que el Deuteronomio lo deja meridianamente claro: “Puesto que no visteis figura alguna el día en que el Señor os habló en el Horeb, no vayáis a prevaricar y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea”. Incluso los no versados en la Biblia conocen el episodio del becerro de oro. No obstante, fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio Ecuménico (Nicea, año 787) justificó el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo y también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de los santos. Aquel concilio e incluso el Vaticano II hace sólo cincuenta años establecen que “quien venera a una imagen, venera en ella la persona que en ella está representada”. Y por eso nuestro Catecismo establece que “el honor tributado a las imágenes sagradas es una veneración respetuosa, no una adoración, que sólo corresponde a Dios”.

Llegados a este punto, si incluso ese amor a Dios o su Madre, mediante imágenes, se justifica desde la perspectiva de una plasticidad simbólica y civilizada, habremos de reconocer que la evolución de la propia doctrina social de la Iglesia es una evolución basada en el pragmatismo de la misericordia, en un abundamiento de aquel encargo del profeta Oseas (“Misericordia quiero y no sacrificios”) que desemboca naturalmente en la argumentación de Cristo que recoge el evangelista Juan: “Si alguno dice ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.


La esperanza de unas hermandades renovadas han de ponerse en buena medida en esos grupos jóvenes, más coherentes con la doctrina eclesial y mejor formados, comprometidos no sólo con el pan de todos, sino incluso con el patrimonio de todos, que tomarán las riendas en poco tiempo, en este tiempo nuevo de un Papa nuevo que se ha llamado a sí mismo simplemente Francisco, que es conocido ya como el Papa de los pobres y que está intentado despojar todas las organizaciones cristianas de la hipocresía que impide hasta el momento amar a Dios en el cielo mientras se ama a todos los hermanos con los pies en el suelo. 

  • Este artículo lo publica la Hermandad Sacramental de Los Palacios y Vfca. (Sevilla) en su boletín de las Fiestas Patronales 2014.

domingo, 27 de julio de 2014

El verano no es lo que era

Ni siquiera la calor es la misma. Antes, la calor olía y sabía a cosas. A estiércol demasiado reseco en las macetas calientes del patio, a higos chumbos reposando en el cubo del brocal, al suavizante barato con que mamá había lavado la manta o el colchón que se tendía en medio del salón, a la larga como nosotros y nuestra siesta que siempre llegaba a deshora. Pero lo peor es el tiempo, que ahora pasa escurridizo, volandero, traicionero mientras no nos da tiempo de decir que es verano. Antes, el tiempo era denso, ancho e interminable de un día de julio a otro día de julio. Uno pensaba en el estío que quedaba por delante durante la primera semana de julio y nos parecía imposible que llegara final de mes. Y no era una percepción. Era imposible. A duras alegrías, cuadernillos Rubio y siestas eternas, transcurría una semana. De modo que la promesa de papá de que iríamos un día a la Piscina de Coria era insoportable porque, en rigor, quedaba tanto verano por delante que era como prometer a largo plazo, larguísimo, para el futuro que no nos pertenecía. Parecía una excusa, un despropósito, una salida por la tangente más que una promesa.



Aunque, con el tiempo, y el olvido de la promesa, llegaba el día de la Piscina de Coria. Uno soñaba toda la noche anterior con aquellos veladores y sillas de hierro viejo y colores diversos, rotundos, desacomplejados, bajo un cañaveral enorme en el que había que esperar a tomarse un yogur, que papá cortase la tortilla hiperbólica, que nos tomáramos un refresco, un algo, antes de irnos exultantes a la piscina. Los mayores parecían disfrutar estirando nuestra paciencia de niños hasta que ya no podíamos más. Dejábamos la fanta a medias, se nos olvidaba quitarnos la camiseta, nos íbamos corriendo, volvíamos, la tirábamos allí y salíamos pitando, chancleteando, aprovechando que papá y mamá habían relajado la expresión y, sin darnos permiso, percibíamos que ahora sí, que ya nos dejarían en paz para correr a la piscina. 

No sabíamos si el agua estaba templada o fría. Cuando nos parábamos a pensarlo, teníamos que sobreponer nuestras respiraciones porque nos ahogábamos de tanto nadar de un bordillo al otro, de tocar la escalerilla suelta, de otear otros chicos con colchonetas que jamás se nos ocurrió pedir, de deslumbrarnos con los destellos del primer sol de las once sobre la superficie de unas aguas inundadas de cloro. Sólo salíamos arrugados, con hambre e hipo a la hora de almorzar. Y al atardecer, cuando volvíamos sin gasolina en el cuerpo, nos picaban los ojos de tanto buceo por los mismos fondos. En la cama, sentíamos bambolearnos entre el sueño y la sensación de un oleaje que ya no volveríamos a disfrutar hasta el verano siguiente. 

Lo de la Piscina de Coria era una vez en todo el verano. Todavía recuerdo cómo una de aquellas veces de uno de aquellos años mi hermana rompió a llorar dentro del coche, cruzando la barcaza de Coria, porque empezó a chispear. Eran goterones gordos de una tormenta camastrona de verano. Mi hermana argumentaba, entre suspiros, que para una vez que íbamos, ya era mala suerte que lloviera a comienzos de agosto. Pero mi padre insistía en que el agua era agua. Señalaba la superficie parduzca del Guadalquivir, al son sordo del motor, mientras mamá sonreía en silencio, tal vez comprendiendo que llevábamos razón en nuestra melancolía. No dejó de llover ni siquiera cuando aparcamos en aquel llano polvoriento de sombrajos mal montados, ni cuando subimos las escaleras con la nevera verde que tanto pesaba, la cesta cargada con viandas para una semana, aunque nos esperaban allí siete u ocho horas, en cuanto abrieran las taquillas, que seguían cerradas. 

Cuando nos zambullimos en la piscina, nos dimos cuenta de que papá llevaba razón, que los goterones de aquella lluvia de verano eran de la misma naturaleza que los salpicones que nos propinábamos mi hermana y yo, felices, sobre todo, porque no sabíamos aún que el verano dejaría de ser un día lo que era por aquel entonces. 

El amor a NIEVES de un mariano

El pregón que ofreció el pasado viernes Luis Miguel Murube para anunciar las glorias de la Patrona palaciega, la Virgen de las Nieves, cumplió a rajatabla la máxima de que la protagonista fuera la pregonada y no el pregonero. De hecho, el presentador, Francisco Cid, apenas si habló de este palaciego que ha dado ya todos los pregones en su pueblo y que, según confesó en el atril, había pedido a la Virgen esta última gracia antes de someterse a una de esas graves operaciones que lo colocó donde mejor pudo conocer a María, “en los peores momentos, ante la muerte y en la soledad”, como le recordó Cid, que también le evocó a su fallecida hija Rocío ante la emoción contenida del respetable en la parroquia de Santa María la Blanca.

Luis Miguel Murube Begines, en un momento de su exaltación a la Patrona palaciega.


El pregonero, por su parte, se reconoció torpe con “las letras” frente a predecesores de la antigua y de la nueva era, pues este pregón de la titular de la hermandad Sacramental contó con declamadores de la talla de Murciano o Garrido Bustamente, luego desapareció y ha sido en los últimos años cuando ha resucitado, a la par de una hermandad que, pese a ser la de la Patrona local –nombrada Alcaldesa Perpetua y Honoraria en 1996-, tiene menos tirón que ninguna en este municipio del Bajo Guadalquivir. Precisamente Murube se refirió al “binomio de amor y de olvido” que ejerce el pueblo con su Patrona, aseguró que “Nieves sobrevivirá al mundo contemporáneo porque es éste el que está pasando de moda”, en referencia a la escasez de palaciegas que se llamen como su Virgen, y se preguntó si “estaremos a la altura” en la procesión del próximo 5 de agosto.


Él sí lo estuvo, según confirmaron los aplausos en el templo tras oír un pregón grácil e íntimo que, aunque profundizó poco en cuestiones teológicas, tuvo la sutil inteligencia de apelar al compromiso cristiano con los parados, los enfermos, las víctimas de violencia de género y hasta del conflicto palestino-israelí, después de algunos fragmentos históricos para recordar la leyenda de la nevada romana que propició la Virgen en el siglo V para crear una advocación no sólo muy extendida en la comarca, sino en el Mediterráneo y Latinoamérica. Insistió Murube en construir una hermandad y un pueblo como merece su Patrona, “no criticando a nadie, sino amándonos”; utilizó versos marianos de Gerardo Diego, entre otros poetas grandes, y se calló un momento para que la joven Beatriz Ortiz cantara con pulcritud admirable el Ave María de Schubert; ofreció instantes líricos perfumados de los mismos nardos que lucirá Las Nieves en su día grande; y no se olvidó de lo peor y lo mejor del pasado en torno a una Virgen que protagonizaba hasta 2003 la feria de Los Palacios, pues se refirió al entredicho a que sometió al pueblo el cardenal Segura por unos “bailes agarraos” en 1954 y también a la fundación oficial de la hermandad por el párroco Juan Tardío dos años después, además de al campaneo solemnísimo del inolvidable Pepe El Moreno cuando los fastos de la Patrona paralizaban el pueblo. 


  • Esta crónica también se publica hoy en El Correo de Andalucía, algo resumida. 

lunes, 21 de julio de 2014

¿Qué podemos?

Siempre desconfío de propuestas que son perífrasis modales de posibilidad sin terminar. O sea, engañosas porque son una media verdad, que a veces es peor que una mentira. Me pasó con Obama y su "You can". El verbo poder no es nada si no va acompañado de algún infinitivo. Yo puedo leer, puedo comer o puedo tomar el fresco. Yo no puedo volar ni puedo cantar bien ni puedo ser un crack en el baloncesto. En todo caso, lo puedo intentar. Me volvió a pasar con aquel lema refrito de la selección española de fútbol. Y me pasa ahora. Siempre me ha gustado que me terminen las frases, o sea, que me hablen claro.
           
            Cuando yo era un chaval, recuerdo la primera vez que se despidieron de mí con un “Nos vemos”. Yo me volví con cara de gilipollas para preguntar “¿Cuándo?”. Y  aquel señor que había preferido omitir un simple “Adiós”, se quedó sin saber qué contestarme y sin atreverse a darme un portazo, por cortesía, o por la misma hipocresía con que me había dicho que nos veríamos sin pensar en cuándo ni dónde ni para qué. Toda cortesía tiene algo de hipocresía. La civilización, la educación son modalidades discretas de hipocresía que hemos de digerir con el tiempo, después de que deje de llamarnos la atención que cuando el médico o el banquero querían echar a papá del despacho sonriesen y se precipitasen a abrirle la puerta cuando papá, sentado, aún no lo tenía nada claro.

            Ahora, tantos años después, sigo desconfiando de la gente que utiliza las medias verdades como opción de vida cortés, que me pregunta retóricamente si todo me va bien sin saberlo de antemano, o que se despide de mí asegurándome que nos veremos sin que lo tengamos planeado. Admiro a la gente que se deja entusiasmar por tantos eslóganes que a mí me resultan tan difíciles de interpretar tal vez porque yo, torpe de mí, soy tan de pueblo que siempre entiendo que las frases han de estar completas para tener un significado honesto. No me vale “el lado bueno de la vida” si no sé de la vida de quién estamos hablando; ni “con cabeza y corazón” si no me explican a qué cabeza y a qué corazón se refieren, porque los hay cabezones y descorazonados a partes iguales; ni me convence eso de sumarme “al cambio”, a secas, sin saber en qué va a consistir ese cambio, porque para cambiar a peor siempre estamos bien como estamos…

            En realidad, creo que no es ningún capricho esto sobre lo que reflexiono, ni una manera de poner en solfa el proyecto político de nadie, sino una forma de aclararme las cosas a mí mismo en este maremágnum de propuestas de salón que a mí tanto me aturrullan. Arreglar el mundo, mi país, mi pueblo va más allá de eslóganes confusos; de ideas radicales que a todos se nos pasan por la cabeza con dos copas de más pero que ninguno pone por escrito; de reunir a viejas glorias lenguaraces con jóvenes con la valentía propia de quien no ha dado un palo al agua. Tampoco pienso, como decía mi abuelo, que el mundo es muy viejo para que cambie, como si los viejos no tuviesen oportunidad de cambiar. Pero soy plenamente consciente de que el concepto de cambio es absolutamente gradual. Por eso desconfío tanto de esta nueva avalancha asamblearia que todo lo arregla con descubrimientos en 140 caracteres, como si el twitter tuviera algo que ver con la vida. 

domingo, 13 de julio de 2014

Marina y yo en el ecuador

Mañana, 14 de julio, hará 17 años que Marina y yo estamos juntos. La efeméride no pasaría de ser una más de no ser porque este 14 de julio será el único día de nuestra vida común en que habremos vivido tanto tiempo separados como juntos: 17 años sin Marina, y ella sin mí; y 17 años conmigo, y yo con Marina. No volverá a repetirse un momento tal, porque ya a partir de mañana crecerá imparable nuestra vida juntos y quedarán empequeñecidos esos 17 años iniciales de nuestra existencia en que cada cual iba por su lado. Es extraño pensarlo, y hermoso. Pensar que hubo 17 años en su vida y en la mía en que ninguno de los dos supo nada del otro, nada de sus caprichos, de sus manías, de sus grandezas, como ahora, como ya desde hace tanto sin que pueda parecer que alguna vez fue de otra manera. Y sin embargo así fue. Éramos otros antes de conocernos. Hubo un instante en que nuestras miradas se cruzaron y ya todo cambió.

Cambió todo, sobre todo, aquella noche del 14 de julio de 1997 en que yo le hice la pregunta que entonces se estilaba entre los novios, aunque yo la maticé, la pluralicé porque me parecía demasiado áspera en su versión original. Fue en el Rincón de los Lirios, que heredó aquel nombre de un antiguo bar que ya había sido sustituido por otro. Había mucha gente y el mundo giraba al compás de mi corazón, o tal vez al revés. El caso es que le pregunté, como quien no quiere la cosa, o la quiere demasiado como para rodearla de nada más: "¿Quieres que salgamos juntos?". Recuerdo que jamás me ha bombeado el corazón tan deprisa. Jamás. Ella se tomó su tiempo, o hizo como que no se había enterado. Y entonces yo tuve que tomar aire de nuevo y repetir exactamente la misma pregunta: "¿Que si quieres que salgamos juntos?". No nos miramos a los ojos. Supongo que cada uno miró donde pudo, y entonces Marina dijo un "sí" o un "vale" apenas perceptible que me impulsó a mí -como una pequeña venganza momentánea- a obligarla a repetir lo que había dicho. "Que sí, que sí", me dijo entre avergonzada y emocionada. No recuerdo sino que la esperaban sus amigas, a una distancia prudencial. Nos despedimos como cualquier otro día de aquel verano que fue el más distinto de todos los veranos. "Hasta mañana", nos dijimos sabiendo muy en el fondo que el mañana, los mañanas ya iban a ser radicalmente diferentes, pero lo dijimos con toda la naturalidad adolescente con que pudimos, como con un pudor solidario, como quien no quiere ostentar la alegría más inmensa mientras el mundo sigue como siempre, tirando, miserable... 

A mí Marina me cambió el arcoiris de todos mis sentidos. Ya nunca más olí ni supe ni toqué ni vi ni oí del mismo modo, sino a través del prisma que supuso su persona en mi vida. Hubo un salto del primer beso a la primera vuelta en coche. Otro salto de la primera cena al primer regalo. Otro más del primer viaje juntos a nuestra boda luminosa. Los años y el amor macerado nos regalaron más tarde al increíble Jaime y a la dulce Marina, que corretean por aquí, ahora, mientras no me cabe en la cabeza haber tenido la suerte inmerecida de que una noche de hace 17 años mi vida se impulsara sobre el corazón de la mejor mujer del mundo para comérnoslo a dentelladas. 

viernes, 11 de julio de 2014

Una armónica

En noches como esta de anoche, con su calorcita sin complejos mecida por la marea, se me han venido a la memoria aquellas otras noches de hace casi treinta años ya en que mis papás remataban la charla en casa de mi abuela, en la calle El Duro, mientras nosotros los niños jugábamos sin descanso y sin organización en la ancha acera frente a la Casa de las Persianas, que se llevaba un par de horas para cerrar del todo. De aquellas noches en que yo decía que tenía una novia -una chica de por allí enfrente- por jugar, recuerdo sobre todo el instante en que nuestras bruscas carreras se acompasaban y terminaban sujetándose cuando pasaba por allí un tipo de un encanto entre surrealista y hippie, con botas estrafalarias, un pañuelo como palestino, una gorra marinera, una camiseta como de revolucionario pacifista... Los niños nos quedábamos embelesados, mirándolo, y escuchándolo extasiados cuando hablaba en su medio francés borracho y su medio portugués melancólico. Entendíamos poco, pero sonreíamos. Esperábamos impacientes a que sacara su armónica bestial con la que entonaba "Pajaritos por aquí / pajaritos por allá...". La melodía hubiera invitado en otro contexto a bailar divertidos, pero los niños de la calle El Duro nos quedábamos quietos, atentísimos y soñolientos oyendo aquella cancioncita que en la armónica de aquel hombre nos ponía tristes y nos hacía mayores... Unas veces venía más borracho que otras. Pero siempre se paraba, aunque fuera un momento. Él observaba su audiencia, y en función de ella preparaba su repertorio. Nuestros padres no nos decían que no nos acercáramos, pero nosotros lo sabíamos, y manteníamos una prudente distancia frente a aquel hombre que yo siempre veía solo por las calles de mi pueblo, incluso cuando algunos años después lo contemplaba yo donde él tenía su última parada y fonda: en la esquina de Juanito Arriero.  

El juego reposaba ya más talentoso, como querían los mayores, cuando se marchaba aquel tipo. Y a nosotros, bajo las estrellas veraniegas de aquellos estíos inolvidables, nos resonaba ya su armónica hasta la hora de dormir. 

Muchos años después, cuando yo trabajaba en Sanlúcar, supe que se había muerto; que lo habían recogido en casa unos santos excepcionales que se llaman Antonio Vidal y su mujer María del Carmen Testal; que el Ayuntamiento le había pagado el ataúd; que lo había retratado Pepe Perea...

Recuerdo que, desde Sanlúcar, en la distancia temporal y espacial, guardé un minuto de silencio cuando me enteré de su muerte. Hoy, tantos años después otra vez, mantengo su imagen intacta, su pequeña cabeza romana de canas lacias, sus ojos azules y extraviados, su estampa de bohemio libérrimo y desgraciado sin que yo supiera por qué... Ahora me llama la atención que se colocara en medio de la calle a interpretar su número sin que molestara a los coches, porque apenas pasaban... Cuando venía alguno, raramente, él hacía un movimiento belmontiano con la cintura y nada más. Lo llamaban Pedrote.