lunes, 11 de agosto de 2014

Calores de san Lorenzo

Ayer, 10 de agosto, fue San Lorenzo, pero no me acordé, seguramente porque el remojo en Sanlúcar paliaba el calor y la memoria. Hoy sí me he acordado, porque la festividad de este santo al que quemaron vivo en una parrilla constituye en mi vida una de esas efemérides difíciles de olvidar desde que me la ilustró Manolo Bobillo, un cura paisano que venía todos los veranos a decir misas en la parroquia de nuestro pueblo y al que apodaba todo el mundo, por detrás y casi por delante, Si lo sé no vengo. El mote era el nombre de un programa televisivo que ya entonces había pasado de moda, pero que a él le venía que ni pintado porque era realmente lo que pensaban los feligreses cuando entraban en la iglesia, rezagados, y veían que el oficiante era él. 

"Si lo sé no vengo", mascullaban muchos con una media sonrisa tontona, y aunque yo no era más que un mocoso, no tardé en darme cuenta de su sentido, porque los bostezos que se concatenaban durante su larguísima homilía no dejaban lugar a dudas de la malicia popular. La gente prefería una misa ligerona y por cumplir, una eucaristía de esas de apenas 20 minutos a la carrerilla que les permitía ponerse a buenas con Dios en un periquete. Pero Bobillo no tenía prisa. Era un hombre sin prisas. Dentro y fuera de la misa sudaba una barbaridad. Al menos durante el larguísimo verano -comparable a sus sermones-, yo siempre lo vi empapado como si acabara de salir de una piscina. Apoyaba la cabeza sobre un lado y sonreía lánguidamente. Lo hacía cuando predicaba y cuando escuchaba a cualquiera. En las tempraneras misas de Los Remedios, tomaba su pequeño misal de papel biblia y bajaba del altar, a la altura de las bancas. Se tomaba su tiempo para empezar. Miraba a los ojos a algunas personas. Se balanceaba sobre su cintura de obispo oficioso y daba pequeños pasos a izquierda y derecha. Sonreía sin prisas, y sin prisas comenzaba una introducción sobre la palabra de Dios de aquel día que a veces derivaba en asuntos que nada tenían que ver con la exégesis esperada, o tenían que ver muy tangencialmente, forzando la relación. Luego regresaba inversamente por el mismo argumento peregrino que había emprendido y volvía al punto de partida, que era como el principio de todo, con lo cual los asistentes tenían la sensación, al cuarto de hora de homilía, de que aquello no había empezado aún. Al poco comenzaban los resoplidos. Yo, sin embargo, disfrutaba. Supongo que porque con ocho o nueve años tampoco se conoce la prisa, afortunadamente. 

Martirio de San Lorenzo, una pintura de Goya.

Una tarde de un 10 de agosto, de hará 25 años, Manolo Bobillo me dijo muy serio y muy didáctico que aquel día se celebraba a San Lorenzo, y que era el día más caluroso del año porque al mártir lo quemaron vivo en una parrilla. Yo no sólo me creí literalmente el martirio del santo, con lo que estuve días imaginando al condenado chillando entre gritos insoportables de oír, sino también que cada 10 de agosto fuera, directamente y sin ambages, el día del año que más grados marcaba el marcador. No sé si fue por casualidad o por algún milagro inesperado, que durante los años siguientes (los primeros 90) estuve atento cada verano al 10 de agosto para comprobar que, en efecto, el récord de temperaturas lo marcaba el 10 de agosto. Incluso desde las vísperas yo avisaba en casa de que el 10 de agosto haría un calor desmesurado. Y cuando mamá me preguntaba por qué, yo contestaba con la misma parsimonia con que Manolo Bobillo lo había hecho conmigo mientras se anudaba el cíngulo alrededor de su hiperbólica barriga: porque es San Lorenzo, y a San Lorenzo lo quemaron vivo en una parrilla. 

Dicho así, aquello parecía lo más lógico del mundo. Tanto, que mi madre no me rebatió nunca aquel argumento mágico. Y yo hoy me resisto a dejar de creerlo mientras agudizo la vista más allá de este feo mundo descreído e incandescente. 


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