domingo, 3 de agosto de 2014

Piscinas de antes

Ahora es una pensión el chorrito de lejía y la funda diaria que precisan estas piscinas de los chinos, enormes, mullidas, con ese falso fondo de cuadraditos azules sobre el que soñamos aventuras mejores. Pero antes, no hace demasiado aunque lo parezca, se estilaban otras piscinas caseras más fáciles de manipular. Y no me refiero ya a las de ocho patas que cabían en terrazas minúsculas como aquella que le envidiábamos a mi amigo Manolo mientras su madre hacía la faena hogareña y nosotros chapoteábamos desde fuera, sino al caldero de cinc en el que nos bañábamos como sultanes en aquella época en que el propio Manolo y su hermana venían a mi casa con los avíos estivales propios de quien recala en un hotel de categoría. El caldero lo colocaba mi madre en el centro del corral. No creo que midiera siquiera un metro de diámetro, pero supongo que éramos tan renacuajos que cabíamos hasta dos, con la ilusión de que cada cual disponía de un lado de oleaje para sí. Si uno mira hoy esos calderos, comprende que sirvieran acaso para fregar los platos. Pero uno recuerda perfectamente dejarse mecer por el agua transparente en uno de estos recipientes que conservan el gris de otra época en el que la felicidad tenía un sonido parecido al del latón. 

Un día llamó al timbre mi prima Carmen Mari, cuando ya estaba el caldero dispuesto para la tarde agosteña. Creo que no habíamos almorzado aún, y por eso yo no lo había probado todavía, no sólo porque había que esperar, por mandato materno, a que se calentara un poquito el agua, sino, sobre todo, por aquel precepto de la digestión que hoy ha caído en desgracia como tantos dogmas absurdos y tiernos de nuestra infancia. Mi prima apareció con su macuto, su toalla y hasta su bote de bronceador. Como ya venía almorzada, se sentó en una silla playera que había por allí, a tomar el poco sol achicharrante que entraba por entre las hojas de helechos, se embadurnó de aceite y se puso sus gafas de sol, como una turista de la tele aunque no tuviera más de once años. Para mí era ya una mujercita. Y me impuso tanto respeto que apenas si me acerqué por su zona de baño. Comprendí tácitamente que aquel día teníamos invitada y que ya me bañaría yo al día siguiente. Así que la estuve observando desde la ventana de la cocina como quien espía desde lo alto del muro de un hotel. Se zambulló en el caldero, con las piernas por fuera porque no cabía, se salió y se volvió a meter y así pasó varias horas mientras yo dormitaba la siesta envidiándola en mi propia casa. 


Los días siguientes disfruté más del caldero porque veía en él un objeto codiciado por la vecindad. Bien por mi prima o por Manolo y su hermana, el caso es que el caldero de mi corral se había hecho famoso. Y los niños de la calle le dejaban caer a mamá, como adultos que no quieren la cosa, si podían venir un ratito a bañarse. Por eso el caldero terminó siendo para mí un suplicio sin disfrutar. Había tardes de bullicio en que jugaban a salpicarse hasta mocosos que yo no conocía de nada. Cuando se secaban, con las patillas chorreando para volver a casa, mi madre les ofrecía una chocolatina o un bocadillo.

Y fue por esta saturación de bañistas por lo que yo empecé a tomarle más gusto a lo que llamábamos el poli. Yo entonces no sabía que aquella abreviatura se refería al polideportivo local, donde había también varias piscinas que yo no había visto aún ni siquiera desde la puente, como decía mi abuela. Pero repetía, inconsciente, aquello de "el poli", "el poli", imitando a mi prima Aurelia, que fue la que me enseñó a restregar la barriga por las baldosas mal ajustadas del patio de la abuela después de que su madre le hubiera puesto una bolsa de plástico a la cloaca para que no se saliera el agua cuando se abría la goma de regar. El patio, con su limonero en el centro, blanqueado y hasta salpimentado de gamadín para las hormigas, se inundaba de agua corriente, templada por el calor insoportable. En función de la pendiente del suelo, había sitios que alcanzaban la cuarta. Y nosotros nos arañábamos el vientre como alimañas felices que no habían llegado nunca a las esquinas de sus barrios. 


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